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La tradición creadora

El progreso de una civilización depende de la tradición. Al margen de la tradición no hay verdadero progreso; ni a la especie humana ni al hombre particular le es posible progresar a saltos, ocasionalmente. El progreso moral sólo raramente se puede deber a una «conversión» o el progreso material a la fortuna. Sólo se progresa partiendo de una tradición, como ocurre en el ámbito en el que se suele creer que, aparentemente, se progresa de esa manera, en el de la ciencia. Mas, paradójicamente, apenas sólo en este campo de la actividad humana se considera hoy la tradición - en este caso la específica tradición científica, aunque ésta se extiende más allá de lo estrictamente cientí- fico - como una condición para el progreso del conocimiento. A la verdad, el hecho de la existencia continuada de la ciencia demuestra que los científicos están de acuerdo en aceptar una tradición; y no sólo esto sino que, añadía M. Polanyi, «toda la confianza de los científicos entre sí ha de estar informada por esta tradición».

La auténtica tradición, que no es la «tradición» anquilosada, romántica, que se vive como tradicionalismo sin fe viva, es siempre creadora, como indica la misma etimología de la palabra (tradere en latín, entregar). La tradición no es conservadora: al entregar la realidad da la posibilidad de cambiar sin perder el contacto con ella. Pues la realidad es lo que el hombre cree que es real, cuyo sentido y significación se debe a la tradición. Y lo que hace la ciencia es repensar la tradición a fin de conocer mejor la realidad, de por sí inagotable.

Fuera de ahí, está de moda ser antitradicional en todo. Un ejemplo obvio es el de la literatura y el arte, en los que la tradición debiera ser por puro sentido común ineludible. Sin embargo, se prescinde de ella buscando la originalidad - «pour épater le bourgeois» (para asombrar al burgués) - como si ser original equivaliese a creador; original es a su manera un orate. Los griegos llamaban idiota (idiotés) al que se comportaba de una manera muy particular, tan individual que parece privada de sentido común. Este último es como un sexto sentido - lo que también Polanyi llamaba «la dimensión tácita» del conocer - que da, entrega, al ser humano la tradición. Es evidente, con palabras del filósofo alemán N. Hartmann, que nadie empieza con sus propias ideas.

Sin embargo, se ha extendido la idea romántica de que la única forma tolerable de «tradición» consiste en adoptar posturas antitradicionales aprovechando cualquier ocasión (la acción por «ocasión» es una acción sin causa) para apartarse de la norma. Es hoy la actitud que describía el humanista suizo H. Zbinden como el inconformismo de los conformistas. Actitud que ha convertido en un lugar común, en una pose dogmática, desprestigiar o atacar lo que de cualquier forma pueda parecer tradicional en la religión, en el arte, en la literatura, en la política, en la moral, en el derecho, en la pedagogía, en las formas de vida, hasta en la moda; es reaccionario simplemente lo que es tradicional. En el fondo, se trata, en cuanto hábito social, es decir, si no hay una causa psicológica o francamente psiquiátrica, de una manifestación del ocasionalismo romántico reforzado por lo que se ha llamado el «titanismo técnico» aunque también pretenda presentarse como una suerte de juvenilismo. Todo ello va unido a la pérdida del sentido de la realidad, lo que además facilita un público no menos perdido que opina sin causa, para asombrarse a sí mismo, sobre lo divino y lo humano.

Y es que, justamente, lo que aproxima al hombre a la realidad y lo inserta en ella alejándole del ocasionalismo es la tradición, cuyo rechazo le aleja en cambio de lo real. Y sin sentido de la realidad no hay libertad porque en el atenerse a la realidad estriba la responsabilidad del hombre libre. El argumento más contundente y eficaz de la demagogia totalitaria es el de que la libertad consiste en la evasión de la realidad hacia lo abstracto, en la transgresión del ethos y las formas de tradición. Lo decía Rousseau: «No hay sujeción más perfecta que la que conserva la apariencia de libertad»

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