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La pérdida del sentido

La pérdida del sentido del Estado es consecuencia del distanciamiento del hombre europeo de la realidad. En ello han sido decisivas las ideologías, cuyo objetivo consiste, justamente, en transformarla en abstracto. Lenin respondió en cierta ocasión a consejeros que querían hacerle ver que determinados proyectos eran irreales, «peor para la realidad»; los efectos son conocidos. Las ideologías, en primer término la marxista leninista y las que aparecieron como reacción frente a ella, sustituyeron la realidad por la utopía e incluso muchos teólogos y eclesiásticos dieron en presentar el cristianismo, creyendo ponerlo al día, como una utopía, a lo que se debe en buena parte su decadencia, pues si el cristianismo es una utopía, es mejor sustituirla por otra que parezca más asequible a las fuerzas humanas o sencillamente abandonarla y apegarse a las cosas de este mundo.

La utopía, a la que se apela cuando no se sabe qué decir, en tanto evasión de la realidad sustituida por vagas imágenes y evocaciones, es en realidad una ucronía, una evasión del tiempo presente en nombre de un futuro imaginario. En ella hay siempre, como decía Bertrand de Jouvenel, algo de indecente y de mal gusto, antiestético. Ésa es precisamente la raíz y la causa del arte contemporáneo, cuya naturaleza ajena al sentido de la realidad está exponiendo Antonio García-Trevijano en espléndidos artículos que muestran su cinismo y explican su difusión y aceptación al encajar en el espíritu de la época del que es producto.

La pérdida del sentido de la realidad es una gravísima enfermedad de la cultura occidental, como prueban las consultas llenas de los psiquiatras y psicólogos y el auge de estas profesiones. Y resulta lógico que no se libre de ello la política, la piel de todo lo demás, como decía genialmente Ortega. No es casualidad que la política, que debiera ser siempre una expresión de realismo, ande a la deriva reduciéndose a hueca palabrería y que políticamente las cosas hayan ido durante el pasado siglo muy mal en Europa. Los totalitarismos y semitotalitarismos, como los del utópico Estado de Bienestar, constituyen una expresión máxima del vacío existencial, de la pérdida de la realidad.

Pérdida y disgusto ante la realidad que constituye, en último análisis, la secuela postrera del agotado racionalismo moderno que opuso a la cultura cualitativa, fundada en el cultivo de lo natural, de lo real, de la veracidad, la abstracta cultura cuantitativa que no descansa, en más que en sí misma, en una imaginación empobrecida por su falta de respeto hacia lo real, hacia la verdad, cultura de la que se nutre el Estado.

Con ello no tiene, naturalmente, nada que ver, por cierto, aunque se diga a veces lo contrario, el apogeo del conocimiento virtual de los ordenadores, la televisión y otros medios de evasión y comunicación. Éstos lo facilitan y estimulan. Pero la falta de respeto a la verdad y el cultivo sistemático de la mentira, la difusión de la «cultura» de la droga como ejemplo palmario, aceptación de la demagogia como algo normal, la decadencia de la literatura y pensamiento además del arte, toda clase de corrupciones, la dificultad de la comunicación existencial, el predominio de la abstracción y el correlativo éxito de la propaganda, el crecimiento de la incertidumbre y de la inseguridad vital, la fiebre del consumismo, la pérdida del sentido de la política y del Estado, etc., se relacionan con la pérdida del sentido de la realidad. La misma postmodernidad, con su pensamiento, sentimiento, imaginación, voluntad y pasiones «débiles», no es una reacción contra ese agotamiento y decadencia de la identidad, sino su fase postrera, su canto del cisne. Hace falta una nueva cultura liberada de abstracciones y ficciones por la crítica arraigada en la realidad, que recupere la vitalidad perdida. Para ello es preciso enfrentarse con la verdad de las cosas, aceptarla llamándolas por su nombre y reconocer sin exclusiones las urgencias vitales. Sin embargo, una de las virtudes que más escasean es precisamente la del valor, suplida en demasiadas ocasiones por astucias mezquinas, como se ve en la política.

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