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Un progresista

Muchas personas tienen gran admiración por eso que conocemos por progresismo. No debe chocar esta actitud, porque, al menos sobre el papel, el perfil del progresista es sumamente atractivo. Otra cosa es que luego, en la comparación entre el dicho y el hecho, muchos que se llaman progresistas desmientan con su comportamiento lo que dicen profesar, y no tiene nada de particular que eso produzca una decepción tanto mayor cuanto más intensa sea la afinidad con lo que se supone que tendría que practicarse. Corruptio optimi pessima, dice el adagio clásico: la corrupción de lo óptimo da lugar a lo pésimo.

El rasgo principal del progresista es que cree en el futuro. Rechaza el inmovilismo del dicho según el cual cualquier tiempo pasado fue mejor. Por el contrario, cualquier tiempo futuro puede ser mejor y hay que trabajar para que lo sea. Por eso, el progresista propende a preferir el riesgo del experimento a la falsa seguridad de la quietud, que al final no es tal seguridad, porque la vida es una pendiente que o se sube o se baja y quedarse quieto es haber empezado a bajar. El futuro es de los progresistas, aunque el presente tenga muchas deficiencias, y esta convicción explica que el progresista se encuentre tan cómodo y tan estimulado en la compañía de los jóvenes, que suele preferir a la de los viejos. Los jóvenes son el futuro, son la fuerza vital, la ilusión, la solidaridad generosa.

Esto, sin embargo, no impide que el progresista comprenda que es administrador de un patrimonio común de toda la Humanidad, y, en consecuencia, que luche por la conservación de bienes que, si no se cuidan con mucho esmero, pueden desaparecer para siempre sin posibilidad de reposición. La mirada del progresista hacia el futuro es la que lo convierte en luchador en pro de los derechos humanos, de la libertad de las conciencias, de la igualdad básica y esencial entre hombres y mujeres, del medio ambiente, de la biodiversidad en peligro, de las especies vivas, animales y vegetales, en peligro de extinción. El progresista sabe que tenemos la obligación moral de legar a las generaciones futuras un planeta, una casa común, en mejores condiciones de las que la recibimos.

Esta consideración nos lleva a otro rasgo característico del progresista, que es su visión ética de la vida. El progresista aborrece la doblez, el interés torticero, sobre todo si viene disfrazado con grandes palabras huecas. El progresista busca la verdad de las cosas, su verdad profunda, esencial, por encima de modas o presiones mediáticas que nos quieren vender basura envuelta en papel de purpurina con un lazo de colores. El progresista es, en suma, un radical, está en las antípodas de una actitud acomodaticia, aunque sepa distinguir entre el juicio que le merezcan las conductas y la necesaria comprensión hacia las personas en toda circunstancia.

Ante este cuadro, no podemos sorprendernos de la decepción y el asco que producen los que se llaman progresistas pero sólo actúan en función del dinero, del ansia de poder o de la manipulación de las conciencias. Y, sensu contrario, cuando surge un verdadero progresista, que se manifiesta tanto con sus palabras como con su vida, suscita una admiración sin límites ni fronteras, aunque en tantas materias en sí mismas discutibles no comparta nuestros puntos de vista. No es fácil encontrar verdaderos progresistas que encajen en este bosquejo que acabo de hacer. Pero los hay, y a veces en grado eminente.

Probablemente Karol Wojtyla es, entre nuestros contemporáneos, uno de los progresistas más admirables, y por eso no choca que millones de jóvenes de todo el mundo lo sigan con entusiasmo y lo amen profunda e intensamente: ven en él un reflejo de la verdad, la personificación de todas estas características atractivas que he mencionado al trazar esta especie de retrato robot del progresista. Características a las que añade una autenticidad rocosa, que pasa por encima de convencionalismos, y que no tiene empacho en proclamar la razón última de su identidad, aunque eso pueda acarrearle inconvenientes. Karol Wojtyla, el Papa Juan Pablo II, no se propone como ejemplo, sino que invita a todos a seguir el ejemplo de Cristo, que sí se definió a sí mismo como el camino, la verdad y la vida. Y conocedor como es de que seguir a Cristo no es tarea para cobardes ni para ánimos encogidos, inició su pontificado gritando a todos: "¡No tengáis miedo!"

¿Cabe mirada más abierta al futuro, más constante lucha por los derechos de todos, más visión ética de la vida?

 

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