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Menstruaciones bajo vigilancia

Me tiene bastante alucinado esa noticia que anuncia la comercialización de una pastillita que reduce el número de menstruaciones. Se supone que su finalidad primordial es descarnadamente anticonceptiva, pero sus promotores, quizá un poco ruborizados de reconocer sin ambages este extremo, aducen que su administración liberará a las mujeres de los achaques que rodean su engorrosa fecundidad. La misión de la pastillita consiste, pues, en desbaratar el reloj de la naturaleza y someter sus trizas a un cómputo tiránico dictado por la química. Una vez más, vemos cómo ciertos retrocesos del Progreso (que nos venden como si fueran avances, aprovechándose de nuestra estolidez y pasividad) nos convierten en autómatas que han reprimido la biología más elemental, para entregarse con risueña insensatez a un futuro en el que acabaremos dimitiendo de nuestra condición humana, sometidos a manipulaciones genéticas y pastillitas a granel que nos irán convirtiendo en monstruos gregarios. Me subleva pensar que éste vaya a ser nuestro destino.

Pero los avances desquiciados de la farmacología así lo anuncian: durante los últimos años, hemos padecido un alud de supuestas pastillitas «milagrosas» (la credulidad popular les ha adjudicado este epíteto, resistiéndose a reconocer que su eficacia no es hija de la casualidad, sino de una estratagema calculadísima e impía de la cual somos víctimas) que remedian los males más acuciantes o fantasmagóricos del hombre moderno. Combinaciones químicas que prometen el fin de la calvicie, el exterminio de la celulitis o la prolongación del rijo. Pero todo este repertorio de grageas no es sino el reclamo que se tiende a los inocentes, el caramelo que se ofrece al niño para que compruebe su dulzura y se engolosine: detener la caída del cabello o enmudecer la menstruación o retardar un empalme constituyen «milagros» demasiado rudimentarios, en realidad poco más complejos que curar un catarro o combatir la halitosis. De lo que se trata, al comercializar estos remedios en apariencia revolucionarios, es de atraparnos en el cebo y conducirnos dócilmente hasta el paraíso anestesiante de la química, esa gran tienda de gominolas que genera adicción y nos transforma en plácidos peleles. Mañana mismo, los prestidigitadores de los laboratorios nos anunciarán la invención de una pastillita que garantiza la felicidad perpetua, haciéndonos indemnes a los cambios de humor, a las emociones desmesuradas, a los raptos de optimismo o euforia. Pasado mañana, nos sorprenderán con otras drogas inicuas (e inocuas) que nos borrarán los sueños, que nos borrarán la memoria, que nos borrarán las lágrimas. Pastillitas que nos exoneren de esa gravosa tarea cotidiana que es la vida.

No hace falta decir que, detrás de este auge creciente y ya imparable de la química, se encubre nuestro enfermizo pavor a la fisicidad. Nos horroriza comprobar que estamos hechos de carne y sangre; nos repugna asistir a los síntomas más saludables de la naturaleza. Preferimos sobrellevar una vida vicaria, programada por las pastillitas que nos mantienen en conserva, encerrados en una cápsula de asepsia y autismo de la que ha quedado excluido cualquier germen de humanidad. Nuestros cuerpos se convertirán en caparazones de una juventud perpetua, pero inerte; nuestras almas, antes de verse reducidas a una pura fórmula química, se evadirán para siempre jamás, como pájaros que abandonan su nido.

Nos aguarda un futuro mucho más fatídico de lo que vaticinaron los catastrofistas de antaño. Incapaces de acatar los dictados de la naturaleza, deambularemos, alelados y sanísimos, por los pasadizos lóbregos de un laberinto químico. Los autómatas ya están aquí, creciendo dentro de nosotros. ¡Que paren el mundo, por favor! Este menda quiere bajarse.

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