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Deberes

Antes se llamaba «deberes» a las tareas escolares. Ahora, cuando existen, se califican como «actividades», a la mayor gloria del eufemismo políticamente correcto. Son otros tiempos. Los derechos funcionan como narcóticos euforizantes; los deberes, como pesadillas. Hablar de deberes casi se ha convertido en un insoportable agravio, algo odioso. Todo son derechos para todos, incluidos los animales. Derechos sin deberes. Y, sin embargo, eso no es posible. Por el mismo sumidero por el que se escapan los deberes terminan por hacerlo con ellos los derechos. Sólo se admiten, en el mejor de los casos, los jurídicos y los derivados de la exigencia de no hacer daño a otro. Como si más allá de la Constitución y del resto de las leyes, se extinguiera el ámbito del deber. Como si la ética no fuera ante todo, como afirmó Wittgenstein de la lógica, el «deber para con uno mismo». Si alguien se refiere a los deberes morales del hombre para consigo mismo sólo recibirá incredulidad o burla. Y cuando se exige el cumplimiento de ellos suele referirse a los ajenos, casi nunca a los propios. Hasta la desobediencia a la ley por razones morales se califica como derecho, no como deber. Hay un absolutismo hipertrófico de los derechos y un relativismo anémico de los deberes. Acaso ahí resida alguna de las causas de cierto desorden moral de nuestro tiempo. Todos, por ejemplo, reconocen y exigen el respeto a los derechos de los inmigrantes. Está muy bien. Pero muy pocos recuerdan la exigencia del cumplimiento de sus deberes. Todo derecho representa un deber para alguien y, desde luego, presupone el cumplimiento de los propios. El deber no es la quinta rueda del carro de la moralidad, sino la primera. Por eso no los soportan los entusiastas de la moralidad hedonista, lúdica y relativista, que suelen terminar por deplorar los mismos males que con tanto ahínco fundamentan.

Una ética aristocrática sólo contendría deberes. Nobleza es privilegio, pero privilegio de cargas y exigencias. Noble es quien carga con el fardo más pesado. Una ética plebeya, por el contrario, sólo contiene derechos. Todo plebeyo, en el mejor de los casos, tiene alma de gorrón. Vida noble es vida sometida a la disciplina de los deberes y de los ideales. Ha querido la miopía moral que el deber se identifique con lo opuesto al ideal, con la carga insoportable, cosa de bueyes, cuando no son sino la misma cosa. Un deber es aquello que ilusiona y, por ello, exige y reclama. Sólo es moral la vida que cumple el deber que cada hora trae consigo. No hay valores sin deberes e ideales. Todo valor entraña la exigencia de adherirse a él y una invitación a realizarlo. El reconocimiento y cumplimiento de los propios deberes marcan con exacta precisión el nivel de nobleza de un alma. Los derechos igualan; los deberes seleccionan y jerarquizan. Por eso, el resentimiento igualitario dedica a los deberes la más rotunda de las repulsiones. Sabe que en ellos reside la quiebra del igualitarismo. No todos somos iguales; principalmente, porque no todos asumimos los mismos deberes.

El peor plebeyismo y la más profunda tergiversación consistirían en interpretar y censurar todo lo anterior como fruto de un olvido del sufrimiento de los desheredados y de quienes padecen miseria o explotación. Por el contrario, si se dan estas situaciones de injusticia que pisotean la dignidad del hombre es porque algunos o muchos incumplen sus deberes. Todo esto quizá parezca inactual, ajeno a lo que más preocupa o a lo que sucede, pero acaso no haya nada más actual que lo eterno.

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