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Orden de magnitud

No todo es mensurable, numéricamente computable. Cuando Ortega, poco después de empezar la guerra civil, salió de España, movido por la consternación y por el peligro real que corría su vida, y llegó a París, descubrió que en la otra «zona» -España había quedado dividida durante tres años en dos siniestras zonas inaccesibles, incomunicables- ocurrían desmanes y crímenes muy parecidos a los que se padecían en Madrid. Alguien le advirtió que eso era cierto, pero el número era diferente. Ortega le contestó: «Mire, cuando se llega a lo métrico decimal, mala cosa».

Así es; ha sido menester que pasen muchos años y se piense sin más pasión que la verdad sobre los terribles sucesos de aquellos años para llegar a la conclusión de que las diferencias no fueron demasiado grandes.

Lo que a última hora cuenta es el «orden de magnitud» de los sucesos, lo que permite una evaluación justa de su alcance. Al cabo de muchos años, se ha impuesto la convicción de que las cosas no fueron demasiado distintas en las dos zonas. Los que por su edad no han conocido aquella situación no pueden comprender bien lo que significó esa escisión total entre dos partes de España, la incomunicabilidad, la incapacidad de comunicación entre ciudades que habían sido siempre muy próximas. Madrid y Segovia, por ejemplo, pertenecieron durante varios años a dos mundos inaccesibles recíprocamente.

Creo que esa experiencia radical ha condicionado nuestra manera de entender las cosas y es casi inaccesible para los que venturosamente han vuelto a vivir en una España unida, cuyos lugares son accesibles, cercanos, a pesar de todas sus diferencias. Los que vivimos aquella situación no podemos olvidarla, vemos la realidad española condicionada por esa adscripción involuntaria, a veces azarosa, a dos porciones incomunicables. Sería interesante medir hasta dónde llega la consecuencia de aquella experiencia, ya tan lejana, pero que sigue actuando en la manera actual de ver la realidad. Son dos clases de personas: los que vivieron aquella situación de inaccesibilidad y los que han vivido siempre dentro de una España unitaria, con diferencias muy grandes pero absolutamente de otro orden de magnitud.

Vistas las cosas desde el presente, parece que aquella situación de absoluta anormalidad y que duró una mínima fracción de tiempo resulta desdeñable. Para los que la vivimos, ha sido un condicionante de toda nuestra vida; su realidad, su tremenda eficacia, la imposibilidad absoluta de modificarla mientras duró, todo eso ha sido una experiencia imborrable. Me doy cuenta de que la visión de España escindida en dos «zonas» irreductibles ha dejado una huella permanente en nuestras vidas, ha marcado una diferencia con los que, por ser más jóvenes, no han padecido aquella dolorosa vivencia.

El tiempo es continuo, los años se suceden sin interrupción, pero tiene una articulación en épocas, etapas, que le dan un contenido previo a los acontecimientos, dentro de la cual suceden y son inteligibles.

Me pregunto hasta qué punto difieren en su estructura las vidas personales según el momento en que han comenzado y hasta dónde se han extendido. Las grandes perturbaciones establecen diferencias inmensas entre tiempos que cronológicamente representan a veces muy poco. Ahora se habla con mucha frecuencia de hechos, sucesos, estilos, producciones de tiempo de la República. Pero la República duró cinco años, más los tres profundamente alterados por la guerra en la mitad del país; total, casi nada. ¿Qué cuentan cinco años, hasta ocho años del tiempo posterior? Cuesta trabajo encontrar grandes diferencias de tiempos comparables cuando han transcurrido en épocas de «normalidad», reforzada por situaciones, ciertamente anormales, de fijación o estancamiento.

Desde 1975 España ha entrado en un período de lo que podríamos llamar «normalidad activa»: cambio, movimiento, elecciones, transformaciones políticas y sociales, un argumento en cierta medida imprevisible. El tiempo adquiere una significación distinta de la de aquellas situaciones que se presentaban como si fuesen válidas «para siempre». Espejismo, se dirá. Ciertamente, pero no menos efectivo y sobre todo eficaz.

Los que hemos tenido una vida bastante larga y hemos asistido a fases bien distintas de la historia nos damos cuenta de cómo la articulación del tiempo ha sido enormemente variable, afectada por los sucesos inmediatos de la historia propia, nacional, y los de ese mundo, por lo pronto europeo, a última hora global, en que las vidas individuales han transcurrido.

Si se tiene buena memoria, lo que no es frecuente, se recuerdan las interpretaciones de la realidad que han sido vigentes. Nunca olvidaré que al comenzar la guerra mundial vi en un quiosco los grandes titulares de un periódico: «Polonia ataca a Alemania». ¿Ha sido esto posible? Los que no lo han vivido no lo creerán. Cuando se firmó el pacto germano-soviético, mi reacción fue pensar: «Ya están juntos los que deben estarlo; todo será más difícil pero las cosas están claras». Poco después Hitler invadió las tierras rusas; esto hizo olvidar lo que había sido realidad muy poco antes.

No es fácil tener presente lo que ha sido la historia en el espacio de nuestras vidas. Los hechos están ahí, han quedado registrados, constan en los libros. Pero no así en las vidas personales, en la memoria de cada uno de nosotros; con el transcurso de los años, las cosas se van borrando y confundiendo.

He recordado alguna vez mi entusiasmo juvenil por la lengua alemana; mis lecturas de textos admirables, en prosa o en verso; cuando triunfó Hitler y arrastró a Alemania al nacionalsocialismo, se dijeron tantas mentiras y vilezas en esa lengua que sentí aversión por ella; recobré mi simpatía y gusto delante de textos leídos por mí «antes», en una lengua que me parecía limpia, abierta a la verdad y a la belleza.

La continuidad temporal no debe hacer olvidar la articulación; la vida humana tiene argumento: el estrictamente personal, biográfico, y aquel más amplio en que se engarza con el resto del mundo y se realiza. Porque, en definitiva, vida biográfica e historia están intrínsecamente enlazadas.

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