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La ingeniería biológica

El siglo XX fue el siglo de la ingeniería social. El marxismo llegó al poder en Rusia después de setenta años de incubación intelectual, y desde allí extendió a amplias zonas del planeta su utopía del "hombre nuevo socialista" que, en unas sociedades imaginarias de hombres "libres, iguales, honrados e inteligentes", pondría fin a la existencia misma del Estado. Esta ensoñación, lejos de plasmarse alguna vez en algún lugar, se tradujo, en la cruda realidad de los hechos, en la implantación de dictaduras estatales férreas y despóticas a lo largo y ancho del mundo, que han hecho correr ríos de sangre y han sembrado dolor, miseria, odio y muerte hasta límites inconcebibles. Todavía padecen hoy esta pesadilla muchos pueblos desventurados más de una década después del desmoronamiento del régimen soviético.

En el nacionalsocialismo alemán de los años 30 y 40, su ingeniería social se orientó hacia la quimera del predominio de la raza aria sobre todas las demás (Deutschland über alles), objetivo que Adolf Hitler pretendió lograr por vías expeditivas y espantosas, que dieron origen a la II Guerra Mundial y a matanzas premeditadas y masivas de judíos, de gitanos, de católicos, de todos los que vivían "una vida no merecedora de ser vivida". Tanto el nazismo como el comunismo han sido dos azotes de la Humanidad bajo el yugo de sendos totalitarismos que decían pretender la creación de nuevas sociedades moldeadas por poderes absolutos.

A estos intentos de ingeniería social suceden ahora, en los albores del siglo XXI, experimentos de ingeniería biológica cuya fachada visible es la consecución de una longevidad jamás vista hasta ahora, en condiciones de perfecta salud y al servicio no de la naturaleza humana, sino de los deseos de cada individuo de modelar la naturaleza a voluntad. Al fondo no es difícil vislumbrar la utopía de la inmortalidad o del dominio de la naturaleza hasta conseguir la "fabricación" de seres humanos predeterminando su sexo, el color de sus ojos o su entero genoma.

Naturalmente, de forma semejante a lo que ocurrió con las diversas formas de ingeniería social, el espanto de estas distorsiones contra natura queda al principio oculto bajo unos fines últimos presentados de modo atractivo y humanitario: ¿quién puede oponerse a que la ciencia investigue la curación de la enfermedad de Alzheimer, de la diabetes o del mal de Parkinson?, ¿qué insensato retrógrado pondrá inconvenientes a dar satisfacción a los deseos de un hombre que se siente mujer (o viceversa)?

Las noticias que nos llegan ya dan cuenta de la fecundación in vitro de un ser humano que llegó a nacer con el solo objeto de servir de donante de médula para un hermano mayor aquejado de una enfermedad que lo llevaría a la tumba si no se le practicaba un trasplante. Las mal llamadas operaciones de cambio de sexo (en realidad sólo cambia la apariencia sexual) no sólo se anuncian ya como servicios casi rutinarios, sino que son causa suficiente de cambios en las inscripciones del registro civil. La posibilidad de fabricar seres humanos clónicos se reivindica si su finalidad es sacrificarlos en su etapa embrionaria para obtener sus células madre, como si el fin justificase los medios; pero ya sabemos que al menos en tres lugares del mundo se trabaja para que esos seres nazcan: el horror instintivo a la "clonación reproductiva" es cada día más tenue.

La sensibilidad hacia el aprecio de la vida humana se está degradando a enorme velocidad, sobre todo en las sociedades más tecnificadas y tenidas por más civilizadas del planeta. Coexisten en estos momentos el debate ético sobre la experimentación con células madre embrionarias y el silencio espeso y escandaloso ante las legislaciones que consienten el aborto provocado, una matanza sin precedentes de fetos de nueve, diez, veinte o treinta semanas de vida. Sólo en España, en quince años las víctimas de esta práctica ya superan a las de la guerra civil de 1936, y eso ocurre ante la indiferencia general.

La ingeniería biológica, que reduce los seres humanos a mero material de laboratorio, parece hoy por hoy imparable. Sus defensores tratan de neutralizar las críticas alegando que son fruto de "creencias religiosas", particularmente católicas. Pero no hace falta apelar a eso, porque también critica la Iglesia otras muchas prácticas inmorales, como pueden ser el asesinato, la estafa o la tortura sin que nadie tenga la ocurrencia de censurar esas críticas por responder a "creencias religiosas". Existe una colosal hipocresía en torno a todo esto.

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