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Reflexiones sobre la actualidad del pensamiento de Ramon Llull

Recientemente, para salir del tedio de una tarde sin propósitos ni objetivos concretos y a la vez evitar el narcótico de la navegación por los interminables mares del Internet, decidí hundirme en los laberintos de la biblioteca de filosofía de nuestra universidad. Jamás he pasado una tarde más amena y recompensadora, revolviendo y desempolvando viejos tomos, que sólo a los eruditos trae placer desenterrar. En verano nadie se asoma a la biblioteca. Sólo el silencio mora allí impertérrito, interrumpido de tanto en tanto por el crujir de ancianas maderas de muebles y estanterías. ¡Qué placer estirar la oreja y tratar de escuchar, de entre las preclaras huellas de la religiosidad filosófica del medioevo, voces lejanas, perdidas en el tiempo. ¿Hablarían hoy también para nosotros, para la sociedad de nuestros días, aquellos monjes excelsos, los grandes doctores de la Iglesia? ¿Habrá cambiado tanto el hombre para que su mensaje nos sea hoy ajeno y extraño? Dudo que este sea el caso. Ya lo afirmaba sabiamente Voltaire: ''Nada ha cambiado en la sociedad del hombre sobre la faz de la tierra, desde el Imperio Romano a nuestros días; sí, ropas y costumbres y la manera de beber el vino. Pero el hombre permanece como es '...on doit se souvenir certainement, que notre père Adam était un expulsé du Paradis'''.

Una de mis pequeñas sorpresas, sentada en el suelo, mientras balanceaba en el regazo a sofistas, agnósticos, apologistas y catequistas, fue la de encontrarme con un libro enorme con páginas gordas y amarillentas como tortillas, llenas de antiguas ilustraciones, de un canónico de Arras -Thomas Le Myésier- del siglo XIV. En la última de sus páginas hay una miniatura a colores que muestra a un hombre retirándose de una fuente; alrededor hay algunos árboles y un buey echado sobre el primer plano. El canónico francés nos interpreta una obra conocida en su tiempo, y el objetivo del autor --que no es otro que el beato Ramon Llull y su libro: Arbor scientiae. ¿No había oído yo alguna vez a este profesor alemán, invitado por el departamento de filosofía, hablar del beato Ramon Llull? El título de su disertación no me venía a la memoria. En todo caso sobre Ramon yo vagamente sabía que había sido, no sólo el máximo pensador medieval catalán, sino uno de los espíritus universales de la edad media. A caballo entre dos siglos conflictivos para el perenne edificio escolástico, el XIII y el XIV, Llull fue uno de los filósofos más distinguidos de su tiempo: un espíritu escogido en el cual se reunieron con vehemencia los trazos determinantes de su tiempo.

Encorvado por los años, el viejo del dibujo, con túnica blanca y luenga barba, una vez bebido de la fuente del agua del conocimiento, que por tantos años buscara, se aleja cabizbajo, tan insatisfecho como antes. Allí mismo hay un buey echado que rumia tranquilamente. Esta escena describe la chispa inicial que guiará a Ramon Llull a ''rumiar'' su propia filosofía. Se da cuenta de la evanescencia de todo conocimiento, y de que del suyo y de su Arte en particular no quedará nada --menos aún en la mente de sus contemporáneos--, a no ser que lo vuelva todo concienzudamente a traer una y otra vez a la mente, a repensar, a ''machacarlo'', de la forma paciente como rumia el buey.

Trataremos de esquematizar algunos aspectos del pensamiento luliano que nos han llamado particularmente la atención. Somos conscientes de que limitarnos a presentar una imagen del beato en un marco breve es como tomar una foto de un árbol y no hablar del bosque. Comprender su vida, su obra y su pensamiento es una labor hercúlea, que a especializados en la materia habrá de haber llevado muchos años. Mucha de su filosofía seguirá siendo para nosotros (los no entendidos en la obra luliana) un misterio; la estructura general de su Arte Magna nos eludirá; sus ''Árboles'' dormirán para siempre en la oscuridad de un intelecto incapaz de hacerlos despertar. Digo esto por muchas razones, entre otras porque la enorme producción de su pensamiento fue multifacético y porque el beato vivió en una época muy lejana a la nuestra. El entorno luliano, en la Cataluña de entonces --que nada tiene que ver con la de hoy-- es un océano de complejidad: el de la edad media, lleno de luces y de sombras. Habrá muchas personas que hablen de la época del Cid, de Jaime II o de los Reyes Católicos, con idéntica propiedad como quien habla de la época de Franco o la de Primo de Ribera. Pero para revivir unos y desenterrar otros se necesita algo más que buenas intenciones; aspectos que cada vez se nos antojan de la provincia del estudioso y el especialista. Hemos intentado analizar una pequeña parcela de la producción filosófica de Ramon Llull; tarea nada fácil dado el excepcional relieve de su personalidad y de su proyección histórica. Y porque debido a su talento se le ha convertido en objeto de mitificación y de polémica.

El metal del pensamiento de Ramon Llull fue forjado en el magno crisol del escolasticismo medieval. Su conocimiento de la incipiente ciencia, la filosofía y la lógica, lo enmarcan dentro de los cánones del orden y la disciplina monástica. Esta disciplina se nutrió principalmente de dos grandes corrientes de pensamiento: neoplatonismo y aristotelismo. Ambas corrientes fueron hechas asequibles a la mente cristiana del medioevo mediante dos grandes pensadores islámicos: Averroes y Avicena. La conciencia de la problemática filosofo-teológica de su tiempo la plasmó y manifestó Ramón Llull de manera tan intensa, rica y variada, que la suya no puede ser otra que la producción de una mente clásica. Pero su visión es a la vez la de un hombre al cual la Providencia permitió la licencia de perpetuarse a través del tiempo. Opina el canónigo, Le Myésier --quien escribe e interpreta la obra de Ramon, unos diez años después de su muerte--, que dentro de las páginas de sus Arte magna y Arbor scientiae (Arte mayor y Árbol de la ciencia), se oye a menudo la voz de Llull hablando con voz muy fuerte a su tiempo. Y nosotros nos inclinamos a pensar que la universalidad de su obra lo remonta hacia los tiempos futuros. Porque la historia universal está hecha por prominentes personas aisladas, por individuos en los cuales la concentración del ''espíritu del tiempo'' se encarna de tal manera, que él se vuelve vivo, eficaz y productivo para todos.

Para nosotros él es un autor clásico y moderno a la vez. Ramon Llull se esforzó (y aquí ponemos otro tabique al entarimado de su modernidad), para que la quinta esencia de su mensaje fuera asimilada, no sólo por los monjes entendidos --especializados en la gimnasia de las preguntas espinosas de su tiempo--, sino también por la gente simple, por aquellos a quienes la concentración en ideas complejas atolondraba. El beato escribió, además de en latín y árabe, en catalán --una lengua vernácula--, rasgo que en el siglo XIII es una innovación no apreciada por el lector culto (basta recordar el escándalo que provocó la ''modernidad'' de Martín Lutero, al traducir su Biblia en el alemán del pueblo). Ramon Llull se le adelantó con ventaja de varios siglos, al escribir en catalán. Aunque el motor principal de su producción filosófica fue la acción misionera encaminada a la conversión de musulmanes, su poder exponencial y el incansable esfuerzo literario hoy tocarían a miembros de todas las religiones. A pesar de que el intelecto moderno es el escalón más difícil de franquear para los sabios de antaño, el mensaje luliano logra llegar a nosotros porque toca cuestiones teológicas actuales. La más evidente es la de la pugna fe y razón. Llull expone claramente que ambas, fe y razón, se complementan. La fe no es una postura pasiva de la mente, sino, en palabras de Ramón, una ''necesidad de razón'' --que él sintetiza en su famoso slogan apologético: ''non dimittere credere pro credere, sed pro intelligere'' (no dejar el creer por creer, sino por el entender). La razón pura es materialismo y la fe sin conocimiento, simplemente superstición. Ese conocimiento, al que el beato dedica tantas páginas, sólo se logra viviendo con interés: observando, auscultando e indagando. Cuando el hombre es capaz de movilizar la radical potencialidad de su ''virtualidad'', logra elevarse de la sensibilidad a la ''inteligibilidad'' y de ésta --según Llull-- a la de intelecto puro (su conocimiento de Dios). Entonces, no sólo puede el hombre presentar pruebas demostrativas de la existencia de Dios, sino elevarse al verdadero mensaje humano, al mensaje de Jesucristo, que no es otro que el del hombre absolviendo al hombre sus debilidades e incongruencias. Como para San Agustín y Santo Tomás, para Llull, la figura de Cristo es el alfa y el omega, el punto sobre el cual convergen todas las fuerzas del misterio del pensamiento humano. Sólo a través del recto entendimiento de este mensaje luliano filosófico-religioso puede contribuir éste a salvar y a elevar desde su interior al hombre moderno. Y ésta es la ciencia que busca Ramon Llull, no para recrearse en ella como con la flor de un producto racional, sino porque es capaz, ''mediante la gracia divina'', de convertir al hombre desde su interior, es decir, desde el fondo, en donde se encuentra lo que en sí mismo es igual a lo de los otros hombres, desde su alma y usando como punto de partida su corazón. Nunca desde la hipérbole de lo externo, de la conquista de la materia con ayuda de la razón. El hombre no podrá entender al hombre sin antes quitarse las gafas de sol de su engolosinamiento con el producto de su intelecto: el ''cientificismo''. La ciencia por la ciencia, fría y estéril.

El ferviente deseo por desentrañar los secretos de la naturaleza y el papel que debía jugar el hombre como parte esencial de ella, ya eran inquietudes viejas cuando Ramon Llull llegó a ellas. Durante todo el medioevo, Aristóteles y la enseñaza neoplatónica --provenientes principalmente de fuentes judías y musulmanas-- fueron la luz que iluminó la investigación filosófica del hombre culto europeo. A ese caldo helenístico, del que se alimentaron tanto cristianos como musulmanes y judíos, se le llamó ''escolasticismo''.

Aristóteles, mezclado con Averroes y diluido por San Agustín, es el brebaje actual en la obra del beato Ramon, porque las respuestas que suministró la filosofía del griego --nacida ésta, al mismo tiempo, en un gran momento de crisis--, de cara a la crisis filosófica de los siglos XIII y XIV, ayudaron a alumbrar el camino al maestro mallorquín. No podía ser de otra manera, sin Aristóteles las obras de los grandes árabes y judíos de la época, como las de las soberbias mentes cristianas de San Agustín, Tomás de Aquino y otras muchas, simplemente no hubiesen existido. Esas respuestas también nos podrían ser de gran utilidad hoy, muchos siglos después.

Un autor sólo puede ser considerado actual, en tanto su pensamiento nos ayude, no sólo a iluminar los problemas en que se debate la filosofía de nuestros días, sino a racionalmente formularlos y a tratar de resolverlos. Le Myésier, estudiante brillante en la Sorbona, fue al mismo tiempo discípulo y gran compilador de la obra luliana. Su fe y admiración por el maestro mallorquín la describió sucintamente en algunos libros. Dios tenga a maestro y alumno en su Seno exento de discrepancias.

Y aquí me encuentro yo, más agarrada que una garrapata a uno de los esfuerzos más sostenidos del claro pensamiento monástico medieval por encontrar un nuevo modelo de realidad, por resolver el misterio de la intervención de la razón y la fe en el conocimiento del mundo y de Dios. Fray Ramon fue uno de esos intactos pilares de la filosofía aristotélica sobre los que, según Le Myésier, se apoyó toda esperanza para encontrar una salida a la crisis en que se hundió la filosofía del siglo XIV. Una solución que dejara, con finalidad salomónica, satisfechos a todos jamás fue encontrada, hasta nuestros días. El hombre construyó toda su fe alrededor de su voluntad propia y lo que ha logrado es una visión del mundo fragmentada --opuesta a la que promulgó Llull, i.e. una visión unificada. La lógica acabó por independizarse de su madre filosófica, de la misma manera que a su debido tiempo lo habían hecho las otras ciencias. Llull fracasó en su intento de convertir a los musulmanes, pero no por eso abdicó su pensamiento y dejó de buscar la síntesis a la paradoja humana. Eso es, precisamente, lo que también para Lull es el hombre --ya que es un expulsado del paraíso--, una paradoja andante, jamás convencido del camino en su afán incesante de la unión con Dios.

No quiero detenerme a pensar en la larga cadena de autores especializados, mejor dotados que yo, los cuales con merecida autoridad podrían sacarse de la manga, como conejos de la chistera un mago, observaciones con más novedad sobre las obras del energético monje predicador. Pero yo me prometí hablar un poco, a mi manera, de esta persona brillante, que hasta hace poco me era desconocida y cuya inteligencia y obra han ejercido en mí tal fascinación. He hablado con él dentro de mí. Le he dicho en aquella callada biblioteca de la universidad de Standford -el sol tibio de la costa californiana, entrando veladamente por altas celosías-: ''Trataré de esparcir algunas de tus semillas en la Web, Ramon, de la forma que tú hubieses preferido que estas cosas fuesen explicadas: rumiadas y vueltas a rumiar, de una manera simple, disciplinada y paciente.''

Si en algo sirve la siguiente observación, será para mostrar a aquellos que ya han leído sobre el beato Ramon, que otras aristas del complejo poliedro que es la obra luliana, son aún motivo de estudio, allende los Pirineos. Este opúsculo fue originalmente escrito en alemán para estudiantes de filosofía. Efectivamente no aportará nada nuevo a profesores, eruditos y entendidos en la obra luliana. En esta adaptación al castellano, se ha debido reestructurar el contenido, haciéndolo más simple, eliminando retruécanos y laberintos teológico-filosóficos para adaptarlo a lectores no especializados. Para tal efecto he consultado obras sobre Ramon Llull de autoridades del mundo hispánico, cuyos nombres y obras citaremos al final.

Hablaremos pues un poco más adelante de lo que consistió esa crisis que tantos años duró y en la que participaron las preclaras mentes de esos dos siglos arriba mencionados. Empecemos por definir los elementos en juego y el contexto histórico que los rodea. Todos nos damos cuenta hasta qué punto el sentido de una obra, una acción, grandes pensamientos, dependen del contexto en que son producidos. Según puedo constatar, el fuego y vigor de la actividad intelectual evangelizante de Ramon Llull no fue del todo aceptada por las autoridades canónigas de su siglo. En la curia romana un par de papas lo consideraron un ''cabeza caliente'' y los sabihondos de la Universidad de París lo calificaron de ''exaltado''; un obispo dominicano escribió en contra de la ''herejía'' luliana. Ni por otros pensadores de tiempos más recientes: Hegel, refiriéndose a él en el XIX, lo llamó ''fantasioso'', mientras que el gran Leibniz lo consideró ''pueril'' y ''absurdo''. Nada nuevo; críticos y detractores siempre han sido parte integral del huerto humano. Escritores de la Revolución juzgaron a Maria Antonieta, casquivana; veinticinco años después, barriendo Francia las cenizas del telón napoleónico, fue considerada por otros ''madre abnegada de la patria''; los prusianos, que se metieron hasta la cocina francesa treinta años antes de morir el siglo XIX, se encontraron que entre las mujeres, era venerada como mártir y santa. Sinceras nos pueden parecer tales afirmaciones -y lo propio se puede decir de la obra de cualquier escritor cuando se la estudia fuera del contexto de su tiempo. ''Las obras del pasado son como icebergs,'' nos dice R. Pring-Mill, ''con una décima parte a la vista y los otros nueve bajo el agua del olvido. De idéntica forma como sucede con el iceberg, esa décima parte que se encuentra a la vista, la vemos porque hay otras nueve que la sostienen. La vista de lo que se ve, presupone la existencia de aquello que no se ve.'' Hay muchos contextos en cada obra producida por alguien, y no menos en la luliana, como son el biográfico, histórico, ideológico, etc. Cada uno de ellos se puede confrontar de manera diferente, mezclados o por separado. Y ninguno de ellos es una isla solitaria en un mar muerto. Todos los contextos se ven sacudidos por el oleaje de los grandes acontecimientos. En el caso de Ramon Llull, sea por cual sea el canal que uno se interna mar adentro en su obra, no se deben olvidar tres coordenadas principales de espacio y tiempo que enmarcan su figura: el catalán, el europeo y el mediterráneo. Y los aires que se respiran en su época provienen de tres mundos diferentes: el latín, el judío y el islámico. Estos vientos se entrecruzan y se mezclan; se rechazan, se evitan y unen constantemente, produciendo contactos culturales, políticos, económicos y religiosos. Las tres religiones monoteístas que representan esos mundos, basadas en escrituras que poseen la autoridad de revelación para sus fieles, poseen al mismo tiempo estructuras ideológicas autónomas cuyos armazones principales son esas tres lenguas. Pero en la edad media gozan las tres religiones de una común herencia intelectual: el pensamiento helénico. Éste se va a modificar de manera particular al contacto por cada una de esas religiones.

Desde el punto de vista económico y político, en cuanto se refiere a este marco catalán, y mediterráneo, el mundo social en que se desarrolla la obra de Ramon Llull está marcadamente influenciado por esta realidad de interacción y convivencia de cristianos con moros y judíos. No nos refiramos sólo a Mallorca, que durante esos siglos XIII y XIV era el más importante nudo del mundo catalán de las líneas de intercambio mercantil entre el África del Norte y el resto de Europa, sino a la situación de la península en general. España pasaba por los años turbulentos de la conquista militar cristiana. El paso de la euforia de sentirse la cultura dominante, por parte de la población musulmana, al del más completo desaliento de verla destruida y sus miembros expulsados o reducidos a la esclavitud fue un impacto devastador que se reflejó de diversas maneras en esas tres culturas: la judaica, la musulmana y la cristiana. Sus efectos duraron muchos años.

Otro contexto que cabría señalar aquí es el cultural, al cual irrumpe la personalidad impetuosa de Ramon Llull con una fuerza meteórica sorprendente. Después de esa visita angelical (la aparición de Jesucristo crucificado), de la que nos habla en su obra Vita coetanea, comenzó a educarse solo, al calor de un desmedido esfuerzo concentrado. Aprendió latín y árabe, memorizó la crema y la nata de las corrientes filosóficas --llamadas ''escolásticas''-- de su tiempo y se dedicó en cuerpo y alma a poner en palabras el enorme caudal de ideas con que se vió inundado. Su mayor esfuerzo intelectual fue fuego de inspiración divina; lleva como objetivo transformarse él mismo en instrumento para la conversión de los infieles ''sarracenos'' (como se llamaba en aquel tiempo a los musulmanes).

Durante la edad media, la ciencia se conserva, la enseñanza se da en los monasterios y las escuelas episcopales (scola). De aquí proviene el nombre de ''escolástico'', que indica menos una doctrina que un método de organización y de disciplina. Una de las principales materias de enseñanza y de controversia, en la filosofía escolástica, fuertemente influenciada por las doctrinas de Aristóteles, y Platón descafeinado (=neoplatonismo), fue la cuestión de la realidad de las ''ideas generales'', a las cuales se llamó universalis. Esta enseñaza provenía originalmente de Platón, maestro de Aristóteles. Escolasticismo es pues, por extensión, la tradición aristotélica interpretada por los teólogos, tanto cristianos como musulmanes.

Aristóteles, nacido en Estagira en el siglo IV antes de Cristo, una de las inteligencias más vastas que hayan jamás existido, merita en verdad ser llamado el creador de las teorías escolásticas, que dominaron, más o menos adulteradas, las mentes cultas de cuanto filósofo y teólogo germinó a todo lo largo y ancho del período medieval. Durante más de mil años él representa el oráculo de los filósofos y teólogos, que además le conocían y le interpretaban mal. Aristóteles encuentra la realidad, multiforme y variada, no en las ''ideas universales'' (universalis), como afirmaba Platón, sino en el individuo, objeto de una intuición sensible y resultado de un movimiento de la materia hacia el ''intelecto puro'' (=la esencia pura de la forma y el acto). En otros términos, el alma está en el hombre y no fuera de él: es el hombre quien ''reconoce'', a través de su intelecto y sus órganos afinados, su propia existencia y conexión con lo divino; y no la ''revelación'', proveniente de un Ente Superior, la que actúa sobre él. El desguace e interpretación, aceptación o rechazo de esta postura filosófica, fue el punto contencioso que ocupó a las mentes más ilustres de la edad media.

¿Pero qué son, grosso modo, estos universales?

Esta teoría nos dice que los objetos ordinarios de la percepción de nuestros sentidos, tales como la mesa o la silla, poseen una existencia independiente de aquélla que es percibida. El gato que se calienta delante de la chimenea debe su existencia a una idea de gato preexistente al animal mismo. Estas ''ideas primeras'' de todo lo que existe son los universalis y emanan del ''Ser'' supremo, o del ''Uno'' divino, i.e. Dios --también llamado lo ''Real''. En términos más simples, el cuadrado no existe físicamente, ni el círculo; ellos son ideas; lo que sí existe son objetos cuadrados y redondos. La realidad --compuesta de objetos desde una mesa hasta una olla exprés-- es un reflejo proveniente de lo ''Real'': ese océano de las ideas que la representan. Lo Real está en el Ser, por ende en lo Eterno y todo es el Uno divino. Tanto Platón como Aristóteles nunca definieron si el Real o el Ser estaban con Dios. Esta cuestión fue el regalo helenístico y el motivo de las disputas de los tres grandes sistemas teológicos: cristiano, judío y musulmán.

Contemporáneo a nuestro Ramon había un monje dominicano italiano que revolucionaba las teorías existentes en su tiempo, y que ganó tantos admiradores como detractores: Santo Tomás de Aquino. Su estatura teológica fue enorme. Es considerado la figura intelectual más grande que floreció en el siglo XIII. A él se debe en parte no sólo el redescubrimiento de Aristóteles, sino la continuación en forma extremadamente sistemática de la más completa teoría sobre Dios, el hombre y el universo. La Iglesia no supo al principio aceptar su continuo uso de las teorías del estagirita, principalmente porque esto creó la sospecha de que sus enseñanzas conducían a una visión materialista del mundo. El dogma oficial de la Iglesia, establecido por revelación divina y la interpretación de las Sagradas Escrituras, fue combinado por Santo Tomás con las doctrinas metafísicas seculares provenientes de Aristóteles y de los filósofos griegos y romanos posteriores a éste. La síntesis filosófica de esos dos extractos, filosofía y teología, logrados por Santo Tomás, se convirtieron en las aceptadas enseñanzas de la Iglesia Católica Romana. A esta síntesis filosófica se le llama hoy ''tomismo''. Esta doctrina en el Arte luliano es también decisiva.

No se debe olvidar pues, que Ramon Llull no es solamente un hombre viviendo como un pez en una pecera en donde se respiran las doctrinas mencionadas, sino que él mismo es fraile, filósofo y místico a la vez. Sus ideas son un extracto de la realidad teológico-filosófica, de las exaltaciones, excelencias y piedras de tropiezo de esa realidad en que se bañó la mente intelectual de su tiempo. Acerca de las fuentes del pensamiento luliano se ha especulado mucho, tal vez en exceso y con más pasión que estudiosa calma. No es el objeto traer esas discusiones aquí. Lo cierto es que las fuentes son definitivas y pesan en su pensamiento, no sólo las enseñazas de San Agustín, las de Santo Tomás, como dijimos antes, sino, y con más peso del que se cree debido a su conocimiento de la lengua árabe, las provenientes de fuentes de las filosofías árabe y judía. Algunos afirman que Ramon Llull fue un investigador de conocimientos cabalísticos y otros saberes ocultos. De esto hoy no queda ninguna duda. En aquel tiempo, kabala y necromancia, magia, alquimia, astrología y otros estupefacientes eran moda. El catedrático Miguel Cruz Hernández en su bella obra El pensamiento de Ramon Llull, a este respecto nos recomienda leer el Liber de lumine del beato Ramon, en el cual nos muestra que sus conocimientos sobre alquimia y astrología no eran una simple pomada cutánea. Finalmente, el gusto por la lógica y el álgebra --otro gran derivado escolástico-- es típico de Ramon Llull y representa una novedad con respecto de la escolástica latina, sin embargo eran actividades muy conocidas y utilizadas por los pensadores musulmanes. En fin, los aristotélicos locales, al tiempo que admiradores de los puntos de vista musulmanes, provenientes de pensadores como Averroes o Avicena, eran los más grandes agustinianos y defensores del Dogma cristiano: San Alberto Magno, Santo Tomás, San Anselmo, San Buenaventura, Guillermo de Occam, Juan Duns Escoto y, ciertamente, Ramon Llull.

Algunos de los incipientes escritos filosóficos de Llull fueron menospreciados por el obispo de París, como rechazó éste a su tiempo algunas de las tesis de Santo Tomás. Razón para ello: ''la marcada influencia aristotélica.'' Ella pesa mucho, por cierto, en las teorías del beato (aunque éstas no fueron tomadas directamente del estagirita, sino vistas a través del genial prisma musulmán): el valor y significado de los elementos, la posición del hombre interpretado como microcosmos en el universo, los primeros pasos hacia una metodología científica y exposición sistemática de los misterios de la Tierra. Pero al mismo tiempo, el profundo respeto por las virtudes teologales, la política, la forma concreta del pensar, la aceptación de la inspiración poética, la fe en un ser superior agente de todo lo creado, el poder de la razón y, sobre todo, el uso del amor en el método llamado ''apologético'' --una rama de la teología dedicada a la defensa del origen divino y autoridad de la Iglesia. Sin embargo, de acuerdo a Le Myésier, la religiosidad del beato y su misticismo llegan poco a poco a eclipsar su aristotelismo. Una profunda religiosidad y comunión con lo sagrado que muy pronto se vería amenazada por dos pensadores salidos del seno de la comunidad franciscana inglesa: Juan Duns Escoto y Guillermo de Occam.

Podría decirse que del fondo de este siglo XIV y de los escritos de estos dos franciscanos nace la planta venenosa del ''pensamiento ocioso y débil'' --como fue llamado por Llull-- de lo moderno. Cada edad posee un cierto sedimento de sueños, pensamientos, temores, idiosincrasias, pasiones, errores, virtudes. Como un hombre bien plantado en la colina de su tiempo, supo Llull ver con más claridad que ningún otro los negros nubarrones que se levantaban en el horizonte. Si aristotelismo y neoplatonismo son la base de su filosofía, con el edificio teológico de su Arte mayor sobrepasa a los maestros griegos y les da continuidad al mismo tiempo. Mientras algunas de las tesis de Santo Tomás eran públicamente rechazadas por el obispo de París en 1277 --debido a su profundo matiz aristotélico--, lograba Ramon Llull enmarañarse en la difícil tarea de destilar una síntesis neoplatónica en el alambique del pensamiento de Aristóteles. Ese destilado es la esencia del lulismo. Bajo una perspectiva que nos recuerda a la de Santo Tomás, consigna Llull la lógica de la razón humana al servicio de lo trascendente, o sea, del marco divino.

Le Myésier, al inicio del siglo XIV, le adjudica a Llull la importancia de mantener erguido y con toda su fuerza el pensamiento y actividad filosófica de su tiempo, precisamente en un momento en el que el hombre se vendía enteramente a la novedad de la investigación empírica, ''à la paralysie de voir, vérifiquer et annoter.'' Una actividad en efecto moderna --un retoño del mismo rizoma aristotélico--, llevada sin embargo al extremo de dar máxima credibilidad al método experimental. Impulsada por Escoto y Occam, la nueva actividad excluía ''la revelación''; la inspiración divina pasaba a un segundo plano, como cosa superflua; una forma de conocimiento de la realidad relegada al desván de los instrumentos viejos. Como para Aristóteles, para los nuevos pensadores, son el conocimiento y saber humanos la llave para la comprensión del Ser, no la ''gracia de Dios''. Hay una visión íntima ciertamente en el hombre, pero ésta es ayudada por la experiencia de los sentidos. ''No hay nada en el intelecto,'' escribió el estagirita, ''que no haya sido primero en los sentidos.''

Al inicio del siglo XIV se desarrolla y generaliza esta tendencia por interpretar más estrechamente las teorías aristotélicas. Como filósofo, despliega el beato Ramon una actividad literaria febril, destinada a condenar este racionalismo que castraba el verdadero arte de pensar. La lógica se va poco a poco transformando en una rama del saber en sí misma, razonamiento puro, independiente de silogismos metafísicos y connotaciones teológicas. Llull, por el contrario, lucha por mantenerla unida y hacerla instrumento de la fe. Para el beato la definición de pensamiento ''débil'' es el carente de Dios, la visión falsa, porque se basa en el error de aceptar el contenido de nuestros pensamientos, en lugar de la realidad de los objetos. Sin embargo, su fe no es una forma inerte de creer, una resignación pasiva ante el mundo, sino que es interpretada como expresión activa de un conocimiento: su lógica. Llevado a la práctica, éste es el camino que debe emplear su fe en la lucha personal por librar al musulmán de las enseñanzas erróneas. Cabe decir que en la edad media cristiana el Islam es el enemigo. El desconocimiento del enemigo era una característica de aquel tiempo; el desprecio de este enemigo una característica de su mentalidad.

Volviendo a la premisa inicial de este artículo, expresamos antes la opinión de que Ramon Llull era clásico y moderno a la vez. Moderno, porque él en su concepción filosófica parte del sujeto: el esfuerzo de elevación es patrimonio del hombre. Clásico porque Ramon opina que el mundo es a la vez contemplado desde la perspectiva del ''Ser'' creador, es decir, de la Mente divina. Para entender estos dos puntos de vista, que no se oponen, sino que se complementan, hay que analizar la manera como Llull interpreta la ''figura'' del ''Ser''. Al ubicar al ''Ser'', o ''Alma universal'', o ''Mente divina'', como centro de la perspectiva de todo conocimiento, Ramon se opone a las tendencias aristotélicas, por las cuales, como dijimos anteriormente, la intervención de Dios en el pensamiento humano es desvalorizada. El beato escribió un enorme libro, Arte magna. Al amparo de este libro escribió después muchos libros que forman el sistema explicativo lógico de su monumental visión teosófica. La ''materia'' de su Arte, si se puede resumir de una manera sencilla (aunque esto es muy difícil), es todo un complejo proceso que lleva a tratar de ''entender'', a través del intelecto, la manifestación del ''Ser''. La ''forma'' del Ser (o Ente Divino) es lo que conocemos como última verdad. En su Arte deja implícito Ramon Llull que es la ''forma'' del Ser lo que es inteligible. Lo que Dios ''es'' en sí mismo está más allá de todo entendimiento. Sin embargo, siendo el hombre parte de lo creado y la ''creación'' la ''forma'' manifiesta del Uno, o del Todo divino, puede por ende la razón humana percibir parte de lo que es Dios. Si no que le pregunten a él mismo, que varias veces experimentó intervenciones divinas. Naturalmente, para él este Dios es el de los cristianos, pero revestido con la ''casulla explicativa'' neoplatónica que nos lo ''revela'' como el Uno divino. El mundo y sus criaturas no ''emanan'' del sedimento divino, sino que ''son'' parte de Dios. Si Dios es el único y auténtico Ser, todo lo manifiesto en el universo procederá de Él. Esta teoría de la ''participación'' y ''unicidad'' con Dios se enfrenta, sin embargo, con dos escollos: la materialidad de lo creado y la pluralidad. Si la esencia misma de Dios es divina y por ende ''no inteligible'', ¿cómo es que lo material inteligible, que por antonomasia es ruin y bajo, no lo desvirtúa? Para que Dios mantenga su carácter excelso y pueda el hombre participar de lo divino sin menoscabarlo, aparece la solución perfecta: las Ideas. Ellas están en una especie de ''reservoir'' intermedio entre el mundo divino y Dios como Mente universal. Las ideas son ''moldes'' o ''modelos'' de las cosas creadas.

He aquí lo que nos dice el beato en su Arte: el ojo humano percibe por ''necesidad'' (i.e. no puede no hacerlo) la verdad de los objetos (redondez, cuadratura, etc.) porque la verdad se haya de antemano en el entendimiento. La esencia de esos moldes o modelos están en ''potencia'' en el entendimiento humano. Según Le Myésier, la teoría del conocimiento que se encuentra en la base del Arte luliano es de naturaleza más real que ideal. El beato dice que la verdad de los objetos es independiente de los contenidos de la razón. La verdad está en la ''cosidad'' del objeto, pero para ser reconocida sigue un determinado proceso, que es la intervención de los sentidos, he aquí el meollo del asunto. En otros términos: la madera de esta silla no se lo dicta mi mente al ojo, sino al contrario. En la razón, sin embargo, preexiste a mi reconocimiento de la silla un ''diseño'' inteligible de silla. Entonces es cuando aparece la manifestación de otro acto de la razón humana --el acto verdadero de fijar el ''entendimiento'' o ''reconocimiento'' en sentido estricto--: el de darle un ''término'' a lo percibido. El lenguaje como sentido simbólico del mundo es este segundo acto, y es patrimonio del hombre, pero al mismo tiempo una facultad otorgada por el ''Ser''. Desde el momento que Dios como Ente creador puede ser alcanzado por la razón humana, y ésta se manifiesta por palabras, es capaz la razón de inteligir el mundo real como un acto dependiente del Ser. Dios, ipsum esse subsistens, subsiste en el acto mismo de reconocerse. Así, Ramón Llull nos habla en su Arbre de Sciencia que los animales son criaturas de Dios, pero privados de entendimiento. Para ellos la creación y el mundo que los rodea son brumas, objetos sin sentido. El reino animal es parte de Dios desdoblado en naturaleza, sin embargo solo el hombre es capaz de comprender por medio de símbolos el mundo: en virtud a ese don o ''divina gracia'' que proviene de Dios. El mundo debe ser visto por ''necesidad'' (no puede ser no visto) por el hombre de la manera que es: un gran símbolo; y los objetos y el resto de las criaturas como signos de Dios. La magnificencia y multiplicidad del universo demuestran la pluralidad infinita de lo creado, confirmando así la Unicidad del Creador.

Fueron los árabes de nuevo los que resolvieron cómo dejar inviolable la unicidad de Dios sin caer en el pozo negro del silogismo de: ''si Dios es todo, aún lo más vil y el mal, también es Dios''. Crearon la doctrina de las Dignidades o Nombres divinos. Las Dignidades no significan pluralidad porque están precedidas por la antipluralidad del ''todo'' de la Mente Universal, que es Unicidad divina. Siendo esas Dignidades partes de Dios, son esencialmente Él mismo, pero respecto a las demás criaturas creadas, sirven de elemento para reconocer al Ser eterno. ''Las criaturas de Dios son receptáculos,'' dice Llull, ''según la estructura de frágil arcilla del recipiente, así recibirán mayor o menor semejanza con el divino Alfarero.''

Tocando muy brevemente la doctrina del beato, que trata de las Dignidades divinas (o ''razones'', o ''virtudes esenciales''), Llull la define como la llave para que Dios llegue al intelecto y se haga conocible al hombre; ella se caracteriza por una serie de atributos esenciales. Estos atributos tienen mucho en común con la teoría neoplatónica de las ideas, utilizada en su tiempo por San Agustín, ya que ellos constituyen los ''principios sustanciales de todas las cosas''. En su Libre de contemplació --otro de los libros pertenecientes a su Arte magna, Ramon Llull los llama ''principis absoluts''. Como San Agustín, Ramon Llull sostenía que el ''bien'' era un ser, mientras que el ''mal'' no poseía sustancia, era inmaterial. Ya que solamente si el mundo fuera malo, se podría conjeturar que su creador, Dios, también lo fuese. Pero esto es imposible, puesto que el mundo manifiesta una bondad sin límites que cubre a todos los seres: por ende Dios es la causa de todo el bien de la Tierra. Pero Dios no sólo es bueno, sino que la bondad está en él. Dios es también eterno e infinito; y por su infinitud, infinitamente bueno. Por su esencia misma Dios es el ''Ser'' total y dentro de su totalidad se encuentran múltiples atributos o Dignidades divinas. Esta concepción penetra toda la metafísica luliana. Dios o el Ser en su esencia total estaba representado por bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, etc.

Los Nombres divinos y la unicidad de la creación en el ''Ser'' dieron origen a una de las grandes crisis teológico-filosóficas durante la primera mitad del siglo XIV. De esta crisis se deriva la doctrina llamada ''nominalismo.'' Dos frailes franciscanos, arriba mencionados, Juan Duns Escoto y Guillermo de Occam --contemporáneos de Ramón Llull--, revolucionan y ponen de cabeza la doctrinas del ''nominalismo'' divino. No se trata de interpretarlo como un ataque directo a la filosofía de Ramón Llull. La unicidad de Dios con la nomina divina, como dijimos arriba, no era concepto nuevo en el mismo Llull. Esta postura suya fue también utilizada por San Agustín y San Anselmo, ya que era maná del cielo platónico descendido sobre la teología musulmana y el mundo cristiano. Ciertamente, y valga la interpolación, neoplatonistas, musulmanes y cristianos, deben la herencia de la terminología de las ''Dignidades'' o nómina divina al Antiguo Testamento: los llamados sefirot hebreos. Llull no reinventa la rueda con sus Dignidades, ya que él al igual que sus antecesores pone en uso el concepto neoplatónico de Dios como ''Mente universal'' --otra obra maestra de la filosofía judaica alejandrina-. Pero halla maneras sorprendentemente nuevas y simples para explicar el origen de lo creado, partiendo de los muchos nombres con que se denomina a Dios. La Mente universal se convierte (como la luz blanca a través de un prisma) en ''paradigmas'' o modelos ejemplares de las cosas. Mediante ellos se trataba de evidenciar el conocimiento o ''inteligibilidad'' de Dios, empleando silogismos de una lógica aristotélica, que ofrecían como base las Dignidades neoplatónicas.

La doctrina del nominalismo lanza a los cuatro vientos la pregunta de si los géneros y las especies (ideas generales) existen en sí mismos, o sólo se encuentran en el entendimiento humano. Esta es la pregunta que aún no logra resolver con claridad la doctrina de los ''universales''. El nominalismo la resuelve negativamente al declarar que los géneros y las especies son simplemente nombres (nomina). Para el nominalismo no existen las ideas generales.

El Ens univocum (Ser unívoco), es decir, en donde todos los significados son iguales, proponía Duns Escoto, era una solución subjetivista del problema de la existencia de Dios. Somos nosotros los que inventamos el término, porque lo creamos, ya que lo abstraemos del concepto de lo finito. Escoto propugnaba por abolir la doctrina de los ''universales''. Decía que las ideas universales como tales, i.e. ''modelos'' de lo creado, no existían fuera de la mente humana. Un caballo en el campo no era una copia idéntica derivada del modelo de caballo ideal en la mente del Ser, sino que poseía una naturaleza ''singular'', separada y distinta, pero a la vez compartida con todos los miembros de su especie. Este hecho y no otro, opinaba, era la base de nuestro conocimiento de la verdad. El fraile franciscano Escoto fue uno de los primeros en abogar por una división entre las dos disciplinas: la filosofía y la teología. Ambas se complementaban, sin embargo, porque la teología utilizaba la filosofía como instrumento. En cuanto a las Dignidades divinas, llamadas por él Atributos de Dios: Último fin, Misericordia, Omnipresencia Bondad, Justicia, etc., son ''creíbles'' (credibilia), adaptadas a la imaginación humana y como tales indemostrables. La razón podría, con plausibilidad, argüir la existencia de tales Atributos en Dios, pero no puede estrictamente probar que ellos existen.

No hay aspectos de la sociedad, ni hábito, ni costumbre, ni movimiento, ni desarrollo, que no esté marcado por corrientes antagónicas. Ninguna edad es limpia de polvo y paja o hecha de una sola tela, y ninguna de tejido más variado que la edad media. Posiblemente lo propio se podría decir del elemento humano, que es quien define la vitalidad y volubilidad de cada época. Del seno mismo de la religiosidad cenobítica de esos siglos nace la voluntad de mirar la realidad desde otro ángulo. Si Escoto propone que los atributos divinos son imaginaciones de la razón y, por lo tanto, superfluo hablar de la bondad, magnanimidad, grandeza, justicia y sabiduría de Dios, ya que demuestran la mezquindad del hombre en hacer a Dios a su semejanza, Guillermo de Occam afirma que la voluntad de Dios no está sujeta a ninguna norma preordenada de la razón. Ambos desconectan de esta manera el pensamiento humano del de Dios. Con Occam da comienzo la verdadera tendencia empírico científica. La certeza cognoscitiva existe sólo en la percepción empírica. Esto comporta una sobrevaloración en la realidad individual respecto a la universal (proveniente de Dios). Universales tales como animal, especie, nación, belleza, círculo, son simples nombres, de ahí su término ''nominalismo''. Por ejemplo, el nombre círculo es aplicado a cosas redondas, pero es una designación general; no posee una identidad concreta con una ''esencia separada'' de redondez existente correspondiente al nombre. Occam utilizó su lógica lapidaria para argumentar que muchas creencias de los filósofos cristianos (por ejemplo, que Dios es uno, omnipotente, creador de todas las cosas; y que el alma humana es inmortal) no podían ser probadas por la filosofía ni mediante la razón natural, sino por revelación divina.

En el fondo, es a estos bancos de arena que nos llevan las aguas torrenticias del pensamiento filosófico desde el comienzo del siglo XIV. O sea, una tendencia interpretativa mucho más estrecha que las doctrinas de Aristóteles. La calidad del pensamiento filosófico especulativo (el verdadero ''arte de pensar'' para Ramon Llull), se relaja. En las cátedras científicas se manejan con excesivo respeto, casi con temor, debido al poder explosivo que parecen poseer las teorías de la lógica aristotélica, sin embargo, nadie conoce ese poder. Ni Occam ni Escoto logran llegar al fondo del asunto cuyo sedimento podría evidenciar otra teoría de la existencia de Dios. Se opta por dejar a Dios tranquilo dentro del misterio que lo envuelve. Ésa y no otra, de acuerdo con Llull, es la decadencia del pensamiento que anuncia el advenimiento de lo ''moderno'': la razón humana se declara incapaz de intelligere (''llegar por el conocimiento'') a Dios, de la misma manera que es incapaz de conocer el misterio del Ser.

Ramón Llull se encuentra fuera de esta deficiencia argumentativa. Que lo ''Real'' es Dios, es evidente para él, y la realidad del mundo de los sentidos. En absoluto experimenta el menoscabo que preconiza el poder creciente de la razón. El desarrollo de la razón humana terminará por fragmentar el mundo en pequeñas parcelas de conocimiento para lograr desprenderlo de la fuente perenne del ''Ser''. Pero la unidad, the wholeness (integridad) del Ser, que es y proviene de Dios, es la única y verdadera búsqueda intelectiva del hombre. Éste es el objetivo de su Árbol de la ciencia, el cual tiene como misión promover el entendimiento de su Arte. Y éste no es otro que el gran sistema de sistemas --inspirado por Dios--, la gran esfera deífica donde todo es posible porque Dios es infinita posibilidad.

Analizando la obra de Llull --en especial estas dos obras mencionadas--, bajo perspectivas modernas, se puede resumir diciendo que, a pesar de su complejidad, un sistema teosófico tan cuidadosamente elaborado, lleva como fin primordial hacer florecer un espíritu misionero apto para enfrentarse a la casuística de la filosofía musulmana. El impacto psicológico del repentino llamado del espíritu de Dios le va a durar toda la vida. Es una energía nueva que se manifiesta y hace patente mediante la identificación de la doctrina falsa: el Islam. Ramon es por lo tanto un hombre que pertenece al grupo de santos engañados por los fantasmas que moran en las oscuridades de su tiempo. Su apostolado y celo misionero --que lo llevaron casi a perder la vida a manos de los musulmanes en el Norte de África-- muestran la ambivalencia y actitud paradójica en que siempre se han dejado atrapar los tocados de la luz divina: la de sacrificar salud, casa y hacienda en aras de su verdad. Esa verdad consiste en identificar el mal, en hacerlo corpóreo en otros que piensan diferente. Pero en el variado y multimodo paisaje del alma humana, Ramón Llull no deja de ser el hombre normal aspirando a la santidad. Porque fue un proceso normal tratar de definirse como un escogido. Y esta definición propia la encuentra identificando un contrario, alguien ''equivocado'' con quien no se puede estar de acuerdo. Irreflexibilidad, testarudez, melancolía, impetuosidad, irascibilidad y no sabemos cuántos más pecadillos de fervor evangelizador, le han sido descubiertos en sus alforjas por investigadores. Pero éste no es otro que su contenido psicológico, la ideología racional, que mueve al beato dentro del marco de la lógica de su época. Si no hubiese habido musulmanes, sobre todo de la estatura de los filósofos y científicos de esa cultura que sobresalieron en el medioevo, Llull, después de su iluminación, se hubiese ido de ermitaño sin necesidad de escribir libros. El Islam es su lanza en el costado: la última prueba de su mortalidad. Pero al igual que el Jesucristo de su visión, él mismo es un resucitado: sale de su tumba oscura después de 30 años de vida cortesana, a dar prueba del Dios hecho hombre.

Es obviamente claro que al reflexionar sobre las motivaciones que tuvo Ramon Llull para escribir una obra tan grande y variada, suelen salir al paso esos contenidos psicológicos de los que acabamos de hablar. Son aspectos que en cierta medida empañan la imagen de santidad que la tradición ha insistido en darle al beato. Pero sí, ciertamente hay quienes han querido concentrarse en el aspecto humano de Llull y otros preferido barrer sus exaltaciones debajo de la alfombra, como algo que no merece ser tomado en serio. Lo importante es lo que Llull ha legado a la posteridad. Sus rabietas e inconsistencias fueron fundamentales, simplemente porque la apasionada laboriosidad y diligencia que se dio por mover inútilmente a las autoridades, tanto de la curia romana, como a las de la Universidad de París, por impulsar acciones misioneras, fueron agentes necesarios en su producción literaria: carbones destinados a mantener encendida su caldera pensante. Lo cierto es que la obra luliana es uno de los ejemplos más bellos de lucidez filosófica medieval. Es la perla que justifica la simplicidad y ordinariez de la ostra. El Arte habla autónomo, independientemente de las motivaciones psicológicas del beato. Peritos que contemplan seducidos su circularidad, o esfericidad, llegan por vericuetos insospechados a los cotos privados de la física moderna, en donde hoy se debate la espinosa cuestión de la integridad y totalidad del pensamiento humano en relación al universo.

La noción de que el que piensa (el ego) es por lo menos en principio completamente separado e independiente de la realidad en la cual él piensa, está firmemente incrustada en nuestra cultura. Este concepto de separación es en principio el origen de la fragmentación generalizada con que el hombre contempla el mundo. Se trata de un fenómeno social y muy marcado en el individuo. El arte, la ciencia, la tecnología y el trabajo humano en general, están divididos en especialidades; a cada una de ellas se la considera separada en esencia de las demás. Cuando percibimos el mundo a través de postulados teoréticos, el conocimiento factual que obtenemos va a ser evidentemente moldeado y definido por nuestras teorías. En tiempos de Llull aún no se salía de los pañales de las teorías ptolomaicas, que afirmaban el movimiento de los planetas alrededor de la Tierra. Para el tiempo de Newton, no sólo hacía rato que se habían independizado los planetas, sino que habían creado sus propias órbitas alrededor del sol. Después vinieron las teorías relativistas de Einstein, de acuerdo a los conceptos de tiempo y espacio. En tiempos recientes se ha hablado de la mecánica cuántica, la cual suministra una estructura teorética para entender el universo a nivel de partículas subatómicas. Pero la relatividad y la mecánica cuántica se enemistan entre sí: son teorías de extremos. O miden lo muy grande (los planetas), o lo muy pequeño (los átomos). Hoy se habla de una nueva teoría que complementa a ambas y que se hace necesaria para incluir tanto partículas subatómicas como galaxias: la teoría superstring (supercuerda). Con lo expuesto se quiere dar a entender que nuestras teorías deben ser contempladas primeramente como maneras de ver el mundo en su totalidad, nunca como absolutos de conocimiento de cómo debe necesariamente ser la realidad. Nuestra experiencia --según Kant-- se organiza de acuerdo a las categorías de nuestro pensamiento. Es decir, de nuestras maneras de pensar sobre, espacio, tiempo, materia, sustancia, causalidad, contingencia, necesidad, universalidad, particularidad, etc. Estas categorías son formas generales de mirar la realidad. Por eso, sin posiblemente darse cuenta de ello, nuestro beato Ramon Llull, llegó a conclusiones que se aproximan mucho a aquellas con que se especula en física moderna. A saber, que experiencia y conocimiento, son un mismo proceso, en lugar de pensar que nuestro conocimiento se efectúa observando una experiencia desde fuera, separada y ajena a nosotros. Hoy se ha comprobado en física, que partículas subatómicas, disparadas contra una placa por un acelerador, cambian su trayectoria normal horizontal: ''se vuelven locas'' repentinamente al ser observadas. El pensamiento luliano de que solo en Dios se encuentra la razón de nuestro final entendimiento de todas las cosas y de nuestra relación con el Ser y lo creado fue el contrapeso a la naciente tendencia a fragmentar el mundo. Lejos estaba sin embargo, el filósofo catalán, de respirar el gas inerte de la lógica positivista y de cabrearse con el dictum satánico ''pienso, luego existo'' --que nos condujo de la mano a la ilusión de creer que el mundo está actualmente constituido de fragmentos separados y que la integridad y unidad del mundo es sólo una idea. Pero ésta no es la raya de tiza en el suelo del cual parten los corredores de la física moderna. Wholeness (integridad) es lo que es real. El Real es una esfera (teoría de superstring), i.e. el universo es uno. La fragmentación es sólo la respuesta de este ''Uno'' a las acciones del hombre, guiadas por la percepción ilusoria que le ha permitido la fragmentación de su pensamiento.

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