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¿Derecho a no nacer?

Me desayuno con dos noticias de prensa, en sí mismas impactantes, y que se ofrecen contiguas en la misma página del periódico (Heraldo de Aragón, 18 noviembre 2000):
La "Cour de Cassation" francesa, o sea, el equivalente de nuestro Tribunal Supremo, ha estimado un recurso en el que se hacía valer un supuesto derecho a no nacer.

Un Tribunal inglés da la razón a la madre, que lo es por inseminación artificial, cuando reclamaba una indemnización de daños y perjuicios, porque ella sólo quería tener, a lo más, mellizos, pero no trillizos, como efectivamente dio a luz hace tres años, en una clínica de Sheffield.

Probablemente hace sólo un cuarto de siglo el planteamiento de ambas demandas judiciales hubiera sido, sencillamente, inimaginable. Pero las tranquilas aguas del Derecho de filiación contenido en los viejos Códigos decimonónicos, o en los más modernos del siglo XX, se han convulsionado en el último cuarto de siglo con los espectaculares avances biológicos, que han conducido a que el hombre se crea dueño exclusivo de la procreación. Sólo así cabe explicar que alguien plantee el derecho a no nacer, o, paradójicamente, el derecho al hijo y, precisamente, a un determinado número de hijos.

Ese supuesto derecho que ahora declara el más alto Tribunal del país vecino, tan brutalmente formulado como derecho a no nacer, no existe en ninguna Constitución ni Declaración de Derechos conocida. El derecho a la vida es un derecho fundamental que suele formularse en cabeza de los textos legales, y siempre en sentido positivo; por su propia naturaleza, es irrenunciable, de manera que carecería de valor legal lo que en su contra puedan acordar los particulares.

Examinemos algunos ejemplos: la igualdad entre los sexos es una batalla que todavía está librándose en no pocos países, con el esfuerzo de muchos y pese a los contundentes pronunciamientos legales en favor de la misma; ahora bien, allí donde ha logrado ser reconocida, ¿podrá alguien estimar válida la renuncia a la igualdad de trato, que una mujer formule al casarse, en sus relaciones con el marido?; la libertad es otro de esos derechos, y nadie reconocerá efectos a la abdicación que de ella pueda hacer, por voluntad propia, la persona que de modo incomprensible deseara someterse a un régimen de esclavitud (aunque sabemos que, desgraciadamente, en ciertos lugares sigue practicándose); en los países abolicionistas de la pena capital, también sería irrelevante que un convicto pidiera al Tribunal que se le ejecute para pagar el delito que ha cometido y desea expiar.

La tabla de derechos humanos de 1948 no podemos leerla en negativo, y así, por ejemplo, no es posible sostener que los ciudadanos tienen derecho a la muerte, al deshonor, a la esclavitud, a la desigualdad, o a ser violada su integridad física (esta última de actualidad, sin embargo, para las mujeres musulmanas en no pocos países). Ese derecho a no nacer es, pues, una entelequia; ya que los no concebidos no podrán, evidentemente, hacerlo valer; en cuanto a los concebidos y todavía no nacidos, resulta obvio que, allí donde se ha legalizado, se les aborta sin consultarles, y, por tanto, sin poder ejercitar personalmente tal derecho; en cuanto a los que ya han venido a la existencia, reconocérselo vendría a significar que se atenta a una de sus características de derecho fundamental, a saber, su irrenunciabilidad, y, en consecuencia, ello supondría legalizar el infanticido, el suicidio y la eutanasia activa. Generalizar esta doctrina casacional, como acertadamente dijo en el proceso el Ministerio Público, produciría el resultado de que los ginecólogos aconsejarán el aborto, en presencia de la más mínima anomalía del feto, para no incurrir en responsabilidades; por otra parte, siguiendo esta vía, volveríamos a la política nazi de la selección de la raza aria, y desembocaríamos en el aborto eugenésico obligatorio y en la subsiguiente responsabilidad de la madre por haber alumbrado hijos deficientes.

¿Hijos a la carta? ¿Hijos por contrato?

El caso de la madre inglesa es una manifestación más del fenómeno de los partos múltiples que está originándose, con frecuencia, al utilizar los procedimientos de fertilización asistida; ello obliga a responder a la cuestión fundamental de si hay, en efecto, un verdadero derecho al hijo.

Hay que reconocer que los avances en el mencionado campo han sido fabulosos, y no puede menos de agradecerse a la biología que algunos matrimonios infértiles pueden dar satisfacción a sus instintos paternales. Pero si la finalidad, en principio, es plausible y benéfica, no pueden ocultarse diversos reparos morales según la doctrina católica, tanto en los fines como en los medios utilizados, y que la práctica, por su parte, está confirmando. Sin perjuicio de su costo, del porcentaje de fracasos, y de la violación del derecho a la vida de otros seres que cada tratamiento con éxito puede suponer, lo cierto es que empieza a divulgarse la idea de que las clínicas en que se practican las nuevas técnicas de fecundación asistida vienen a ser unas fábricas de hijos, en donde pueden encargarse criaturas a la carta.

Por consiguiente, si la realidad, por exceso o por defecto, no coincide con ese estereotipo, se interponen demandas de indemnización. Hemos empezado a olvidar que todo nacimiento no deja de seguir perteneciendo, como decían los antiguos, al arcanum naturae, o, en cristiano, que es una bendición de Dios, cuya voluntad, sin embargo, a veces, resulta inescrutable, lo que nuevamente nos traslada al misterio de la vida.

Ahora en...

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