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¿Una religión de invernadero?

Como suele ocurrir entre gentes de poco discurso, de los pudores turbulentos y los rigorismos excesivos hemos pasado en España, mayoritariamente, a la impudicia y la desvergüenza, de la gazmonería a la falta de respeto. Pero la carencia de todo decoro es una falta de sentido común, y quien ha faltado una vez al pudor termina forzosamente siendo un desvergonzado (Cicerón nos lo advertía). Después, perdido el tribunal del pudor, no queda a la sociedad que ríe otro tribunal que el que llora, el que tiene por primeros ministros al carcelero y al verdugo. Apliquemos estas afirmaciones preambulares a la historia más reciente de este país llamado España (o Ex-paña, según parecen quererlo ciertos disgregadores de una y otra ladera).

¿Cuál ha sido la última historia de España, la nuestra? Se ha desayunado en las décadas de los cuarenta y cincuenta con una España católica, apostólica y romana, cuna de la cristiandad y defensa espiritual de Europa, también martillo de herejes. Pues bien, aunque parezca mentira, esa misma generación comió ya en las décadas de los sesenta y setenta con los manjares robados por Prometeo para paladares rojos y para militantes socialistas de puño en rostro, con un socialismo retóricamente fuerte que volvía a las pedagogías sindicalistas obreras con muchos primeros de mayo, grandes presiones anticatólicas, y anatemas revanchistas contra los azules arrinconados.

Era la otra España, más España cuanto más otra, hasta el extremo de que se definía más por el anti que por el pro, y que pronto iba a verse que en realidad estaba más cerca de los antis que de los pros, aun conservando los emblemas, las retóricas, y los coloridos para engañabobos. Y esa misma generación está cenando y se está yendo a la cama (afición esta última hoy favorita) en las décadas de los ochenta y noventa con un micromanjar, con una modernidad desfalleciente, con un pensamiento débil, con el retorno a las artes domestológicas, con el arte de la buena mesa, con la vuelta al arca de Noé que incluye a todos los animalitos dentro, especialmente a los que tienen pedigrí, una España sin macrorrelatos, donde el neoliberalismo nos ha dejado a cada uno en nuestro sitio, sin apenas expectativas de futuro y con bastantes miedos milenarios metidos en el cuerpo, pero donde la religión también ha vuelto a su refugio, a su invernadero, a su sacristía, a sus fervorines, después del gran vendaval.

Y todo esto lo ha podido vivir una generación tan sólo, la mía más en concreto y para más señas, cuyas volteretas, de estadio en estadio, han devenido tan circenses como desestructuradoras de cualquier proyecto de largo alcance, de ahí la destrucción de los matrimonios, la fragilidad de los empleos, la versatilidad de las opiniones, el predominio de la diferencia sobre la identidad, y todo lo que se conoce bajo el nombre de pensamiento débil, o de deconstructivismo.

Tesis, antítesis, síntesis, nueva tesis que es antisíntesis, nueva antiantisíntesis, etc., etc., siempre negación de la negación, y por ende siempre no-historia, el no-relevo generacional, es decir, el sí folclore, el sí-diletantismo. ¿Dónde ha ido a parar la tradición? Al fondo del mar, matarile rile rile, pues la tradición no consiste en que los vivos mueran, sino en que los muertos vivan. Como dijera Ortega, se nos ha negado el derecho a la continuidad.

Según los filósofos estoicos, con Séneca a la cabeza, lo que la ley no veda, puede vedarlo el pudor. El grado de pudor de una persona mide exactamente su valor espiritual, escribió Kierkegaard. Ojalá que una pasada por Séneca y Kierkegaard nos haga entrar en razón, pues es bien sabido que donde existe el pudor, la confianza es sagrada y los reinos conviven.

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