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Una siembra de santidad

Conocí a Josemaría Escrivá el 2 de noviembre de 1948, en Madrid. Estaba rodeado de universitarios, en una tertulia familiar. Yo era un joven estudiante y me sorprendió su alegría, su entusiasmo y buen humor. Habló de varios temas de la vida corriente, y también de la necesidad para un cristiano de la oración y de la fidelidad a su condición de hijo de Dios; y nos animó a convertir nuestra jornada en una siembra de santidad y apostolado.

Al final, nos preguntó a tres de los que allí nos encontrábamos si queríamos acompañarle en coche hasta Molinoviejo. En un determinado momento, durante el trayecto, después de haber hablado de varias cuestiones, comenzó a cantar, con la naturalidad con que se hace en familia. Debo reconocer que me sorprendió vivamente. Eran canciones populares de amor, de las que todos habíamos escuchado por la radio. Una - no la olvidaré nunca - decía: Tengo un amor que me llena de alegría... Entre esos cantos intercalaba preguntas, comentarios, haciéndonos notar que debíamos esforzarnos por estar siempre contentos, muy contentos - comentó - porque somos hijos de Dios. Y nos animó a llevar al diálogo con Dios esas tonadas de amor humano, refiriéndolas al Señor, a la Virgen María.

Dos años después, en Roma, en un normal encuentro por la casa, me hizo una petición que me llamó la atención. Yo veía su esfuerzo constante por moverse en la presencia de Dios, su afán por vivir unido al Corazón de Cristo mientras trabajaba, mientras descansaba o charlaba con nosotros. Sin embargo, para un alma enamorada como la suya - como ocurre con todo amor humano limpio - , eso le resultaba insuficiente. Quería querer a Dios - y no es una redundancia - con todas las fuerzas de su alma. «Hoy me duele mi falta de piedad - me confió, con sencillez: ¿yo no había cumplido aún los veinte años! - : ¿ayúdame a reparar!».

Nuestra oración, nuestra alabanza a Dios - enseñaba - , tenía que alzarse al Cielo constantemente, «como el latir del corazón». Nos sugería que tratáramos al Señor como tantos compañeros nuestros - lo veíamos en nuestra relación con los amigos - que piensan sin cesar en la persona amada y se desviven por ella. Por eso, afirmaba, «no nos debe importar, siempre que sea necesario, hacer de hijo pródigo: empezar, pedir perdón con dolor sincero, y volver; esto agrada a Nuestro Padre Dios, porque conoce la pasta de que estamos hechos: por tanto, volved siempre, y volved con amor, que Dios nos espera».

A veces me preguntan cómo pudo llevar a cabo este sacerdote santo la ingente tarea que Dios le pidió; y cómo pudo difundir por los cuatro puntos cardinales el mensaje de la llamada universal a la santidad. Porque es patente que Dios bendijo su fidelidad con frutos abundantes. Miles de almas de los cinco continentes, de los ámbitos sociales y de las profesiones más variadas, sanos y enfermos, jóvenes y ancianos, han emprendido con nuevo vigor la vida cristiana y han recomenzado a participar más asiduamente en los sacramentos gracias a su predicación. Su mensaje sobre la santificación del trabajo ha abierto horizontes interesantísimos a tanta gente. Su celo sacerdotal ha impulsado a incontables sacerdotes, religiosos y seglares a responder más generosamente al Señor: a colaborar activamente en las necesidades parroquiales, a secundar las enseñanzas del Papa y de los obispos, a defender la cultura de la vida y a promover, en la medida de sus fuerzas, la justicia y la caridad con las personas más necesitadas. Ha enseñado a trabajar bien, con responsabilidad, con la idea clara de que ese trabajo puede y debe ser oración, conversación con la Trinidad y servicio a los hombres.

¿Cómo pudo? Por su abandono en Dios Padre; por su confianza en la gracia y su recurso continuo al diálogo con el Señor y a la intercesión de la Madre de Dios, omnipotencia suplicante; por su unión a la Cruz; y por medio también de una lucha constante en lo pequeño que le llevaba a comenzar y recomenzar, día a tras día: una sonrisa, un acto de amor, un detalle de servicio, una puerta cerrada con delicadeza, un pasar por alto, una vez y otra, las incomodidades del trasiego cotidiano. Y junto con eso, la aceptación gozosa de la enfermedad - padeció durante años una gravísima diabetes - , de los sufrimientos y las incomprensiones. No idealizo su vida, porque le he visto luchar, cansarse, tener penas, reaccionar con un primer movimiento de enfado..., pero se esforzaba precisamente entonces por convertir esas incidencias, las de la convivencia ordinaria, en poema heroico, en endecasílabos que dirigía a Dios.

Unas palabras suyas, al releerlas ahora bajo una nueva luz, me consuelan especialmente: «Pediré siempre por vosotros». Y continuaba: «Vamos a servir al Señor, que tiene pocos servidores. Vamos a servirle en medio de la calle, cada uno en lo suyo, queriendo a toda la gente, dando doctrina clara y sabiendo perdonar, porque Dios nos perdona continuamente a cada uno de nosotros. Para aprender a perdonar, acudid a la Confesión, con cariño, con devoción, y allí encontraréis la paz, la fuerza para vencer y amar».

Sí; ése es el milagro que le pido: el milagro de la paz: paz en las naciones, en las relaciones sociales, en las familias, en cada alma; paz con Dios, porque, si no, no se implanta ese bien en la convivencia humana.

Y ruego también al que llamaremos a partir de ahora san Josemaría que nos ayude a seguir haciendo, codo con codo con tantas personas de buena voluntad, una siembra alegre de santidad y apostolado, como nos sugirió, sonriéndonos y alentándonos, aquel lejano día de 1948 - tan cercano en mi mente - en que le conocí.

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