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La canonización de Escrivá

Se llama canonización a la solemne ceremonia en la que el Papa inscribe en el Catálogo de los Santos a un Siervo o Sierva de Dios y dispone que se le honre como santo en toda la cristiandad. («Canon» significa, entre otras cosas, «lista». Por ejemplo, la de los autores clásicos que elaboraron los sabios de Alejandría).

Dicen los hagiógrafos que antes de esa decisión el Romano Pontífice ha escuchado «un coro de muchas voces». Estas son las de los fieles, entre los que el «candidato» goza de fama de santidad; la de los jueces que han examinado las pruebas de sus virtudes en un riguroso proceso; la de los Obispos que pidieron esa resolución o la apoyaron; y, en fin --algo que para los creyentes es un eco de la voz de Dios- que se acredite ante la Iglesia un milagro que pueda atribuirse a su intercesión.

En el caso de Josemaría Escrivá todas estas voces se han dejado oír en Roma y en toda la Iglesia, pero especialmente en España. Aquí nació y residió más de la mitad de su vida y aquí han dejado una huella honda y ancha su apostolado y sus libros, que brillan con luz propia en la literatura espiritual de nuestra lengua.

Escrivá nació hace cien años en Barbastro, «capital» del somontano aragonés, en una familia cristiana de clase media profesional arraigada en la región. Su hermana, algo mayor que él, se hizo maestra y su hermano, quince años más joven, abogado.

Él estudió el bachillerato, primero en los escolapios de Barbastro, examinándose en el Instituto de Lérida, y después en el Instituto de Logroño, a donde se había trasladado la familia.

Al terminar el «grado» pensaba ser arquitecto. Parece que su padre prefería que fuera abogado, una profesión para la que don José veía que su hijo reunía espléndidas condiciones. Pero Josemaría, sorprendiendo a los suyos y a sus amigos, declaró que sería sacerdote.

Cursó la carrera eclesiástica en Logroño y Zaragoza y se ordenó de presbítero en 1925, poco después del fallecimiento de su padre.

Al mismo tiempo que seguía los estudios sacerdotales, fue alumno de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza, donde acabó la licenciatura en 1927. Ese mismo año se trasladó a Madrid para hacer el doctorado en la Central, que era la única Universidad en que se podía cursar.

Sus estudios civiles se coronarían en 1939 con su tesis doctoral sobre la singular figura histórica y jurídica de «La Abadesa de las Huelgas», una prelada cisterciense de Burgos que ejerció una jurisdicción cuasi-episcopal, con territorio y clero propio, desde la Edad Media hasta entrada la modernidad. Pero sobre todo trabajó incansablemente como sacerdote en los barrios más desfavorecidos de la capital y en los hospitales públicos, asistiendo enfermos, enseñando catecismo a niños sin instrucción, atendiendo gente sin recursos y formando universitarios, mientras daba clases de Derecho para sostener a su familia.

En esos primeros años madrileños, durante un retiro espiritual (el 2 de octubre de 1928) Escrivá vio lo que sería la vocación y el trabajo de su vida. Había que difundir en el mundo la doctrina y la práctica de un mensaje que era «viejo como el Evangelio y, como el Evangelio, nuevo». La plenitud de una existencia cristiana, a la que Dios llama a todos los bautizados, se puede vivir en todos los trabajos temporales, en todas las tareas humanas honestas y -algo que parecía más novedoso- precisamente en el ejercicio de esos mismos quehaceres y por medio de ellos. La vida espiritual de los cristianos, decía Escrivá, no se separa de su misma vida humana, corriente y habitual.

Escrivá decía que «la del cristiano no ha de ser una doble vida, la de relación con Dios y la familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. Al Dios invisible lo encontramos en las cosas más visibles y materiales».

La liturgia ha confirmado esa vocación de Escrivá, proclamando que Dios le hizo «pregonero en la Iglesia de la llamada universal a la santidad y al apostolado». Así se lee en la Misa de su fiesta.

En ese mismo 2 de octubre de 1928, ante esa iluminación que entendió como una llamada divina, Escrivá dio principio al Opus Dei, esa «desorganizada organización», como él repetía, que hoy se halla extendida por muchas naciones de los cinco continentes. A ella pertenecen hombres y mujeres de los más variados estados sociales y actividades profesionales: casados y solteros, clérigos y laicos, universitarios, obreros, etc. Según la información que ofrece el propio Opus Dei, reúne más de ochenta mil fieles, de razas y culturas diversas.

Junto a ellos hay numerosos «cooperadores», entre los que se cuentan miembros de otras confesiones y también no cristianos que colaboran con la Obra y que cada uno según su fe y conciencia, rezan por ella y le aportan su solidaridad.

Siguiendo las ideas y el ejemplo de su fundador, el Opus Dei ha promovido y promueve obras educativas, sociales o apostólicas de las que responde ante la Iglesia, ante la sociedad y ante la opinión: universidades, seminarios, centros de asistencia, etc. Pero la organización no actúa en otros campos. Sus miembros sí. Están presentes en todas las actividades profesionales y en la vida social como los demás ciudadanos sus iguales. Pero esas son cosas de cada uno de ellos. Del Opus Dei reciben formación y aliento espiritual para su vida cristiana.

Este domingo 6 de octubre quedará marcado con «piedra blanca» en la historia del Opus Dei. Se reúnen con Juan Pablo II cientos de miles de personas para asistir a la canonización de Escrivá. Los más de ellos no son del Opus Dei. Los lleva a Roma la devoción a Escrivá y al Papa que lo proclama Santo.

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