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La Iglesia ante la Declaración común católico-luterana

En el programa de mano ofrecido, el título de esta conferencia aparece redactado en forma directa y afirma que el documento común de los católicos y los luteranos sobre la doctrina de la justificación constituye un nuevo paso hacia la unidad visible de la Iglesia. Por mi parte, y haciendo un significativo cambio, me limito a proponerlo tan sólo como un interrogante abierto y preguntar si, de hecho, tal documento va a significar un paso hacia la unidad visible de católicos y luteranos en la única Iglesia de Jesucristo. El motivo de mi actitud, un tanto cauta, se basa en que hasta el día de hoy el documento, que tenía que ser refrendado por la Confederación Luterana Mundial y por el Consejo Pontificio para promover la unidad de los cristianos, no ha recibido el respaldo oficial. A lo largo de la exposición espero recomponer las razones por las que se ha adoptado esta determinación.

El texto que nos proponemos estudiar lleva por título, como es de todos bien sabido, «Declaración conjunta de la Iglesia Católica y de la Federación Luterana Mundial sobre la justificación» y ha sido redactado por los teólogos católicos y protestantes designados para este fin por sus respectivas Iglesias. En este documento, cuya original trascendencia es reconocida por los católicos y los luteranos, se recoge el fruto de más de treinta años de diálogo ecuménico, pues antes del Vaticano II ya se iniciaron los contactos informales entre ambas confesiones, aunque es en 1967, después del Concilio, cuando se inicia el diálogo oficial. Al decir del cardenal Eduardo Idris Cassidy, Presidente del Consejo Pontificio para promover la unión de los cristianos, el consenso que en esta Declaración común se ha conseguido pone fin, al término del siglo XX y al comienzo del XXI, a una cuestión discutida durante muchos siglos (Presentación, 9)

La Declaración común de los católicos y luteranos consta de 44 proposiciones comunes, en las que se muestra la coincidencia doctrinal de los católicos y de los luteranos sobre las verdades fundamentales acerca de la justificación. En estas proposiciones se recoge la formulación común, alcanzada en el diálogo ecuménico, y a continuación, en dos números separados, se ponen de manifiesto los puntos de vista propiamente católicos y luteranos, a los que hace referencia la proposición acordada. Pero hay que tener en cuenta, como precisa la Federación Luterana Mundial, que la Declaración común no es una nueva presentación de la doctrina de la justificación, que vendría a añadirse a las respectivas de las Iglesias católica y luteranas ni tampoco pretende ser un nuevo Credo adoptado por ambas Iglesias. Se trata de algo más sencillo, pues la intención primaria de la Declaración común, tal y como se pone de manifiesto en el número 5 de la misma, tiende a recoger el «consenso sobre las verdades fundamentales de la justificación, demostrando que las diferentes explicaciones que aún subsisten no dan ya motivo para condenas doctrinales».

Para comprender las dificultades surgidas en torno a la Declaración común, se ha de tener en cuenta que en su mismo texto se advierte que, a pesar del consenso adquirido en materia de justificación, todavía subsisten algunos matices de apreciación que distinguen los planteamientos católicos de los luteranos, y se tiene conciencia de que con esta Declaración no se han resuelto todos los problemas doctrinales que separan a ambas confesiones, pues quedan pendientes asuntos como la relación entre la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia, y en la eclesiología todavía se han de precisar temas como la autoridad en la Iglesia, su unidad, el ministerio y los sacramentos, etc. Así se pone explícitamente de manifiesto en el número 43 de la Declaración común.

Como quiera que con nuestra reflexión pretendemos exponer y analizar la toma de postura adoptada por la Iglesia Católica ante una cuestión de tan gran calado ecuménico como es la Declaración común de los católicos y luteranos sobre la justificación, habremos de recurrir por necesidad al estudio de la Respuesta de la Iglesia Católica; con su Presentación en la Sala de Prensa del Vaticano, tenida el 25 de junio de 1998 por el cardenal Cassidy. Por motivos de brevedad y método, renunciamos a tomar en consideración la meditación tenida por Juan Pablo II en el Ángelus del día 28 de junio de 1998 y la carta del cardenal Cassidy dirigida el 30 de julio del mismo año al Dr. Ismael Noko.

Según lo dicho, doble es el cometido de la Declaración común: proponer la coincidencia entre los católicos y los luteranos a la hora de formular la doctrina de la justificación, y proclamar que, en virtud de este consenso, las condenaciones recíprocas del siglo XVI ya no tienen vigencia en el presente. Ante este doble planteamiento: el consenso en las ideas fundamentales y la superación de los anatemas mutuos, ha tomado postura oficial la Iglesia Católica en un documento elaborado conjuntamente por la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe y por el Pontificio Consejo para fomentar la unidad de los cristianos. En dicho documento se ponen claramente de manifiesto las reservas de la Iglesia Católica al consenso, tal y como aparece redactado en la Declaración común, y a poder admitir que han perdido vigencia, en términos absolutos, los anatemas de Trento tanto en el decreto sobre el pecado original como sobre la justificación. Tratemos de analizar esta doble toma de postura.

Con respecto al consenso, la Respuesta católica dice expresamente en su preámbulo que, aunque reconoce que se ha conseguido un alto grado de acuerdo en la materia tratada y que se constata que existe un alto grado de consenso sobre las verdades fundamentales en la doctrina de la justificación, sin embargo no se puede hablar todavía de un consenso de tal naturaleza que elimine todas las diferencias entre los católicos y los luteranos. Esta reserva de tipo general se especifica en la primera de las Aclaraciones de la Respuesta católica, al precisar que las mayores dificultades, para poder afirmar que existe un consenso total, se encuentran en el parágrafo 4, d) que lleva por título: «El ser pecador del justificado». Como se puede deducir de esta precisión, las dificultadas básicas de la Iglesia Católica para admitir el consenso giran en torno a ciertas cuestiones que pudiéramos llamar clásicas en la polémica tradicional entre católicos y luteranos, y que enumeradas de forma directa son: a) la situación pecadora del justificado, b) la actitud pasiva del hombre ante la gracia, y la posibilidad de merecer en las acciones buenas y, c) la valoración de la justificación como criterio absoluto de la fe y por lo tanto de la teología. Según se dice sin tapujos en la Respuesta católica, toda la dificultad, para que pueda darse un auténtico consenso, estriba en el contenido de la cuarta parte de la Declaración, en la que se expone cómo ha sido comprendida en común la justificación. Y dentro de este grupo temático, la Respuesta católica presta especial atención al apartado d) que lleva por título «El ser pecador del justificado». Como dice claramente la respuesta católica, el título de este apartado suscita ya perplejidades desde el punto de vista católico. Y estas perplejidades se ponen explícitamente de manifiesto, al reflexionar sobre el hombre como justo y pecador, según la clásica formulación luterana «homo simul justus et peccator».

Como se advierte a simple vista, la postura adoptada por la autoridad católica tiene una actitud que, si tuviésemos que definir de alguna manera, deberíamos llamar clásica. Veamos de qué manera se proponen en la documentación católica cada una de las cuestiones enumeradas como dificultades.

a) Simul justus et peccator

Con esta expresión no se está ante el formalismo de una simple manera de hablar, sino ante el que ha de ser considerado principio axiomático de la concepción luterana del justificado. Para Lutero, y ahora para los luteranos, el hombre, que es pecador, al ser justificado no pierde su naturaleza pecadora, aunque la misericordia infinita de Dios, por la fe fiducial del hombre pecador en los méritos de Cristo, no le imputa el pecado, por lo que queda justificado. El hombre está justificado, pero es pecador. A esta concepción luterana de la justificación se opuso ayer el Concilio de Trento y se opone hoy la Respuesta de la Iglesia Católica. He aquí cómo se refleja esta temática en la Declaración Común y en la Respuesta católica.

El texto de la Declaración Común que propone el consenso entre los católicos y los luteranos dice así en el número 28: «Juntos confesamos que en el bautismo el Espíritu Santo une al hombre con Cristo, justificándolo y renovándolo realmente. Y sin embargo el justificado depende durante toda la vida continuamente de la gracia de Dios que justifica de forma incondicional. No queda sustraído al poder del mal, que sigue cercándolo, ni al dominio del pecado ( cf. Rm 6, 12-14), y no está exento de la lucha de toda la vida contra la aversión a Dios de la concupiscencia egoísta del hombre viejo ( Ga 5, 16; Rm 7, 7.10). También el justificado, que debe pedir cada día perdón a Dios tal y como se hace en el Padrenuestro ( Mt 6, 12;1 Jn 1, 9), está llamado continuamente a la conversión y a la penitencia, y continuamente se le concede el perdón».

Ésta es la propuesta común, y a ella nada hay que objetar, como nada le objeta la Respuesta de la Iglesia Católica. Todo hubiese quedado bien, si no siguiese el comentario luterano que en el número 29 dice: «Los luteranos entienden todo esto en el sentido de que el cristiano es justo y pecador al mismo tiempo. Él es enteramente justo pues Dios, mediante su Palabra y el sacramento, le perdona los pecados y le atribuye la justicia de Cristo, de la que se apropia en la fe y que lo hace justo en Cristo ante Dios. Pero, respecto a sí mismo, él reconoce que sigue siendo pecador, pues en él sigue morando el pecado (1 Jn 1, 8; Rm 7, 7-10)... Esta aversión a Dios como tal, es un auténtico pecado... Al afirmar que el justificado es también pecador, y que su aversión a Dios es un auténtico pecado, el luterano no niega que él, a pesar del pecado, no esté separado de Dios en Cristo, y que su pecado sea un pecado «vencido». A pesar de las diferencias en la concepción del pecado del justificado, los luteranos concuerdan en este último punto con la parte católica".

A pesar de los matices introducidos por los luteranos, que se advierten a simple vista, esta explicación sobre el «simul justus et peccator» no ha sido admitida por la Iglesia Católica, que de manera contundente afirma en su Respuesta: «Para la Iglesia Católica, la fórmula 'a la vez justo y pecador' como se expone al principio del número 29 es inaceptable». Y como razón alega que esta afirmación no parece compatible con la renovación y santificación del hombre interior de la que habla el concilio de Trento.

El cardenal Cassidy, al presentar en la sala de prensa del Vaticano la Respuesta de la Iglesia Católica, vuelve sobre este asunto y precisa que la explicación luterana de la persona justificada aparece en contradicción con la concepción cristiana del bautismo, para la cual todo lo que se pueda llamar con exacto título pecado ha sido borrado en el hombre. Y en consecuencia con estas razones, el Cardenal concluye afirmando que resulta difícil poder sostener que la doctrina luterana del «simul iustus et peccator» no caiga bajo los anatemas de los decretos de Trento sobre el pecado original.

Ni consenso ni superación de las condenaciones de Trento, ésta es la postura adoptada hasta este momento por la Iglesia Católica ante el justo y pecador luterano. No cabe duda que la Iglesia Católica, con la actitud de su respuesta, procura poner de relieve el hecho de la transformación interior obrada por el bautismo como causa instrumental de la justificación, en virtud de la cual en el pecador, como enseña Trento, se da no sólo el perdón del pecado, sino también la santificación y la renovación interna que supone el paso del pecado a la gracia. Esta es la doctrina de la Iglesia y de ella no puede dudar nadie, pues recoge el pensamiento paulino cuando en Romanos propone que por el bautismo el hombre ha quedado muerto al pecado y vivo para Dios en Cristo Jesús ( Rom 6, 11) y cuando en Gálatas describe el efecto del bautismo como un revestimiento, signo de la pertenencia consecratoria a Cristo ( Gal 3, 27-29).

No obstante, como también enseña Pablo, el tesoro de la gracia lo llevamos en frágiles vasijas de barro, que ponen de manifiesto la gratuidad del don (2 Cor 4, 7) y cada uno de los que han sido justificados, viven bajo el impulso de la doble tendencia espiritual y carnal, en virtud de la cual no consigue obrar lo que quiere, sino lo que aborrece ( Rom 7, 14-15). La doctrina paulina sobre el riesgo de la vida obliga a precisar que el hombre justo no está consagrado en gracia, y que por lo tanto en todos los momentos de su vida está sometido al peligro del pecado, tendencia que en la mayoría de los casos llega a concretarse en pecados reales. Ahí están, para corroborar esta observación, estas tajantes palabras de san Juan: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros» (1 Jn 1, 8) Y tan palmaria proclamación del hecho del pecado, la ofrece san Juan en el mismo documento en que dice que nos llamamos hijos de Dios y lo somos (1 Jn 3, 1). Siguiendo a san Juan, desde la más pura ortodoxia católica, es lícito preguntar si el hombre es a la vez justo y pecador. En el siglo XVI esta expresión fue un principio de discordia entre católicos y luteranos, y hoy constituye una ocasión contraria a la unión.

Como remate de esta reflexión debo proclamar que considero un hecho lamentable en el diálogo ecuménico, que la parte católica, sin claudicar un ápice de los principios dogmáticos, no haya llegado a entender correctamente y admitir la fórmula «simul iustus et peccator», ya que, comprendida desde la corrección de la fe, es decir, reconociendo que el hombre justo es substantivamente hijo de Dios y existencialmente pecador, ofrece grandes posibilidades para elaborar una antropología cristiana, que ponga de manifiesto a la par la realidad constitutiva, el ser santo, del hombre redimido y el comportamiento existencial pecador del hombre cristiano. Y consecuencia de una tal antropología surgiría la necesidad constante de la purificación ascética del justo que, por ser a la vez pecador, ha de comprender la vida como una constante proceso de conversión que le lleve a superar el mal y le impulse de manera constante hacia el bien.

b) Actitud pasiva ante la gracia y posibilidad del mérito sobrenatural

El segundo tema ante el cual la Respuesta de la Iglesia Católica ha adoptado una postura negativa es aquel que hace referencia a la cooperación del hombre con el don divino de la gracia, y trata en consecuencia de la posibilidad del mérito sobrenatural en las acciones humanas.

En la Declaración Común, en el número 19, se formula en estos términos el pensamiento coincidente de los católicos y de los luteranos sobre la cooperación del hombre en la justificación: «Juntos confesamos que, en lo que respecta a la salvación, el hombre depende íntegramente de la gracia salvífica de Dios. La libertad que posee en relación con sus semejantes y con las cosas del mundo no puede darle la salvación. Esto significa que, a fuer de pecador, está sometido al juicio de Dios y es incapaz por sí solo de dirigirse a Dios para obtener la salvación, o de merecer su propia justificación ante Dios, o de alcanzar la salvación con sus propias fuerzas. La justificación tiene lugar tan sólo por gracia. Pues católicos y luteranos confiesan juntos todo esto».

Hasta aquí nada que oponer, pues todos, los católicos y los luteranos, reconocemos la justificación como un don gratuito de Dios. Vincular la justificación a causas humanas, equivaldría a adoptar una postura pelagiana o, cuanto menos, semipelagiana. Ahora bien, la Respuesta de la Iglesia Católica se opone a la explicación luterana de esta proposición, que en el número 21 de la Declaración común dice así: «Según la concepción luterana, el hombre es incapaz de cooperar a su propia salvación, pues como pecador, se opone activamente a Dios y a su acción salvífica. Los luteranos no niegan que el hombre pueda rechazar la acción de la gracia. Cuando subrayan con fuerza que el hombre sólo puede recibir (mere passive) la justificación, niegan con ello toda posibilidad de una aportación propia por parte del hombre a su justificación, pero no niegan su plena participación personal en la fe, participación que la misma Palabra de Dios realiza».

Esta proposición luterana ha sido perfectamente matizada por la Respuesta católica y por la Presentación del cardenal Cassidy en estos términos. La Respuesta católica, tras reconocer la gratuidad del don de la justificación, distingue una doble tendencia en la propuesta luterana y ante las dos toma postura. Así, en primer lugar aplaude, -literalmente dice: «la Iglesia levanta acta con satisfacción»- el explícito reconocimiento de los protestantes a que el hombre puede rechazar la gracia divina. Y desde aquí pone de manifiesto la incongruencia luterana cuando niega en el hombre la capacidad de adherirse activamente a la voluntad divina, y reduce su posibilidad a un comportamiento meramente pasivo.

Cuando la Iglesia Católica se opone, como lo hace, a la proposición luterana de la mera pasividad humana ante el don divino, está salvando no sólo un dogma, sino también al mismo hombre, ya que, a partir del famoso postulado protestante, la relación del hombre con Dios no tiene otro punto de apoyo que el voluntarismo ciego de la obediencia y, como advierte agudamente Ortega y Gasset, cuando el hombre sucumbe al cansancio de tan radical voluntarismo no le queda otro recurso que derivar hacia el ateísmo. Desde esta limitación antropológica que desvincula de Dios el sentir y el pensar del hombre, siempre he tendido a admitir que el luteranismo lleva implícita una llamada al ateísmo, mientras el cristianismo, desde la cooperación activa de la naturaleza humana en el orden de la gracia, tiende cauces hacia el humanismo.

Como lógica consecuencia de la proposición analizada, surge aquella otra que hace referencia al mérito, que siempre fue, y veremos cómo continúa siendo, un tema discutido entre luteranos y católicos. En el número 17 de la Declaración común se propone como doctrina admitida por unos y por otros la que dice así: «Juntos estamos convencidos de que el mensaje de la justificación nos reenvía de manera especial al centro del testimonio neotestamentario de la acción salvífica de Dios en Cristo. Dicho mensaje nos dice que los pecadores debemos nuestra nueva vida únicamente a la misericordia del Dios que nos perdona y nos re-crea, misericordia que nosotros tan sólo podemos dejarnos regalar y acoger en la fe, pero no, de manera alguna, merecer».

A esta propuesta, en la que se niega de manera absoluta que la justificación se pueda merecer, la Respuesta católica ha hecho estas precisiones. Apoyándose en el concilio de Trento, reconoce y sostiene que las buenas obras del justificado son siempre fruto de la gracia pero, al mismo tiempo, son también el fruto del hombre justificado y transformado interiormente, por lo cual se puede decir que la vida eterna es una gracia y una recompensa dada por Dios por las buenas obras y los méritos. En su Presentación, el cardenal Cassidy insiste sobre este punto y precisa que la Iglesia Católica sostiene con los luteranos que las buenas obras del justificado son fruto de la gracia. Pero, al mismo tiempo, y sin disminuir en nada la iniciativa totalmente divina, considera que la vida eterna es, al mismo tiempo, gracia y recompensa otorgada por Dios por las buenas obras y los méritos del hombre justo.

¿Qué decir de toda esta cuestión? Pecando de simplista, aunque no desando serlo, me permito afirmar que todos tienen razón. Y la razón de cada uno va a depender de la visual que adopte al proponer su doctrina. Católicos y luteranos sostienen que la justificación es un don gratuito. Hasta aquí de acuerdo, ya que la base de la discusión no radica en la gratuidad de la justificación, sino en la posibilidad del mérito del hombre justificado. La Respuesta católica es afirmativa, como debe serlo, con lo cual no enseña que el mérito sea una mera consecuencia del obrar humano. La explícita formulación de Trento en el capítulo 16 del Decreto de justificación, que lleva por título: «Del fruto de la justificación», esto es, del mérito de las buenas obras, y de la razón de su mérito ( DS 1545-1550) enseña que, como la cabeza en los miembros, según Filipenses 4, 15, y la vid en los sarmientos, a tenor de Juan 15, 5, el influjo de la gracia antecede, acompaña y sigue siempre a las buenas obras, y que sin este influjo no pueden ser gratas y meritorias. A partir de Trento hay que afirmar tanto la gratuidad absoluta de la gracia, como que el hombre adquiere la capacidad personal para obrar meritoriamente, no desde la mera fuerza natural sino desde el don divino que actúa sobre él, con lo cual hay que afirmar que el mérito se apoya siempre en el don divino. Toda esta cuestión, si se la analiza con finura, se reduce a explicar el modo cómo la persona puede cooperar al don divino y pienso que para aclararla en un contexto ecuménico se impone buscar una mayor precisión en el diálogo, y fruto de esta búsqueda quizá se podrían alcanzar altas cotas de mutua comprensión y de consenso.

c) Posición de la justificación en el conjunto de la fe

El último punto, entre los que establecen la diferencia de católicos y luteranos y que, según la Respuesta católica, no permiten hablar de pleno consenso, es el que aparece en la Declaración común con el número 18 y que, después de haber afirmado en el número anterior que la doctrina de la justificación reenvía de manera especial al centro del mensaje neotestamentario, precisa este pensamiento en los términos siguientes: «Por ello la justificación, que acepta y explica este mensaje, no sólo es parte integrante de la fe católica, sino que mantiene una relación esencial con todas las verdades de la fe, que han de contemplarse en íntima correlación mutua. Se trata de un criterio irrenunciable que orienta continuamente hacia Cristo toda la doctrina y la praxis de la Iglesia. Al subrayar la incomparable importancia de este criterio, no niegan los luteranos el conjunto y la importancia de todas las verdades de fe. Mientras sienten el deber de tener en cuenta distintos criterios, los católicos no niegan por su parte la especial función del mensaje de la justificación. Luteranos y católicos persiguen juntos un único objetivo: el de confesar en todo a Cristo, en quien ha de confiarse por encima de todo, pues es el único mediador (1 Tm 2, 5-6) mediante el cual Dios en el Espíritu Santo se da a sí mismo y otorga los dones que renuevan».

A esta proposición, que afecta al criterio desde el que hay que valorar la justificación en el conjunto de la fe cristiana, la Respuesta católica la considera, literalmente, otra dificultad que pone de relieve el diferente aprecio que la doctrina de la justificación tiene para los católicos y los luteranos. La Respuesta católica precisa que, mientras para los luteranos la doctrina de la justificación ha adquirido un sentido especial, para la Iglesia Católica el mensaje de la justificación, según la Escritura Sagrada y desde el tiempo de los Padres, ha de ser integrado en el criterio fundamental de la «regula fidei», es decir, en la confesión de Dios uno y trino, cristológicamente centrado y enraizado en la Iglesia viva y en sus sacramentos.

Con esta divergencia entre católicos y luteranos no se está ante un mero formalismo, en virtud del cual se cotiza en más o en menos la justificación, sino ante la comprensión de la justificación en el conjunto de la fe y en el comportamiento de la Iglesia. Y si para los luteranos el fundamento del comportamiento de fe a seguir por la Iglesia es la justificación del hombre pecador, para la Iglesia Católica, como lo acaba de reafirmar en el Vaticano II, la justificación ha de ser vivida desde el mismo misterio de Dios, uno y trino, que envía a su Hijo para obrar la redención del hombre, y concede su don por los sacramentos en el ministerio de la Iglesia. Con esta distinta valoración de la justificación, se pone una vez más de manifiesto la diversa comprensión del hombre, pues para los luteranos es pesimista, por considerarlo radicalmente pecador, y para la Iglesia católica es humanista por considerarlo no desde el pecado, sino desde el hecho previo de ser imagen de Dios. No se olvide que la nota diferencial entre la antropología católica y la luterana estriba precisamente en la comprensión del hombre como imagen de Dios incluso después del pecado, aceptada por parte católica, y negada por parte luterana.

Perspectivas para el trabajo de futuro

Con estas palabras terminan tanto la Respuesta de la Iglesia Católica como la presentación del cardenal Cassidy. A pesar del aspecto objetivamente duro de la Respuesta católica, deja abierta una puerta hacia la esperanza, al proponer que al importante paso dado buscando un acuerdo ecuménico sobre la doctrina de la justificación, deben seguir otros estudios en vista a clarificar de manera satisfactoria las divergencias que todavía subsisten. Para conseguir este fin propone un doble cometido, en primer lugar, el estudio integral de los textos neotestamentarios y advierte que, entre los paulinos, habrá que prestar especial atención a los que ponen de relieve la nueva realidad del hombre justificado. La atención a todos estos elementos, dice la Respuesta católica, podría ser muy útil para la comprensión mutua y permitiría resolver las divergencias que subsisten todavía en la doctrina de la justificación

En segundo lugar, la Respuesta católica formula un deseo de cara al futuro, al proponer como preocupación común de los luteranos y los católicos la búsqueda de un lenguaje, capaz de hacer más comprensible la doctrina de la justificación para todos los hombres de nuestro tiempo. Se trata de un deseo noble en su formulación, aunque difícil, muy difícil, en su ejecución, ya que en el diálogo católico-luterano se trata de aunar dos lenguajes que responden a dos categorías filosóficas bien distintas: la metafísica aristotélica tomista de la Iglesia Católica y la nominalista de Ockam, aceptada por los luteranos. Si se tiene en cuenta, aunque sea recurriendo a una simplificación, que donde un aristotélico dice substancia y por ende permanencia, un ockamista dice acto y por lo mismo momento concreto, se advertirá a simple vista lo difícil que va a resultar conseguir un lenguaje común entre ellos.

En esta diversa compresión y explicación filosófica de los hechos radica para mí una de las grandes dificultades en el diálogo ecuménico. Y como quiera que ésta es una convicción personal, ya antigua en mí, me permito leerme en un texto que redacté hace ya diecisiete años. En aquella ocasión se trataba del diálogo entre católicos y anglicanos sobre la comprensión mutua de la Eucaristía, el ministerio con la ordenación, y la autoridad en la Iglesia, documento que tampoco fue suscrito por la Iglesia Católica. Lo que dije hace ya muchos años me permito repetirlo hoy, pues las condiciones son las mismas y yo continúo pensando igual. Tan sólo habrá que leer luterano donde en el texto original escribo anglicano.

Dije entonces así [1] : «Los temas abordados por la ARCIC: Eucaristía, ministerio y ordenación, autoridad en la Iglesia, son de máximo interés, y si el resultado alcanzado en la consideración de los mismos no ha sido plenamente satisfactorio para todos, como lo demuestran las observaciones de la Sagrada Congregación de la Fe en carta del cardenal Ratzinger al obispo Clark [2] , co-presidente de la Comisión, se ha de reconocer, como lo hace también la nota de la Sagrada Congregación, que el talante que ha orientado el estudio de la Comisión ha sido el de un auténtico diálogo ecuménico que supera las posiciones estérilmente polémicas de tiempos pasados. Por mi parte reconozco como elemento positivo el ambiente de franca apertura que ha presidido los contactos católico-anglicanos, pero presumo que esta postura de sereno diálogo, aun siendo del todo imprescindible, no baste para llevar adelante la consideración de los temas ecuménicos, y que la posibilidad del diálogo con los anglicanos se agote pronto, si para futuros contactos no se clarifican desde la metodología determinados conceptos que juegan un papel primordial en el trabajo realizado y en el que resta por hacer.

Ya en otra ocasión he advertido sobre las implicaciones filosóficas que subyacen en todo planteamiento ecuménico y sobre la necesidad de atender en el diálogo interconfesional no sólo a los postulados bíblicos, eclesiales y dogmáticos, sino también a los supuestos filosóficos [3] , y ahora insisto en lo mismo porque considero imprescindible que las partes dialogantes se percaten de que toda cuestión teológica va siempre circunscrita por una determinada sensibilidad cultural. Si esto no se tiene en cuenta, se corre el riesgo de valorar las proposiciones siempre y sólo desde una perspectiva dogmática, cuando, en verdad, el móvil inductor de determinadas posturas no es el dogma en sentido estricto sino el pensamiento que, al abrigo del dogma, ha ido fraguando la filosofía, y que es asumido en elaboración personal o por ósmosis ambiental. Tan sólo la atención prestada al contexto cultural de las cuestiones permitirá precisar lo que afecta directamente al dogma, y distinguir, y en la medida de la necesidad asumir, los elementos aportados por la idiosincrasia cultural. A esto hay que sumar el esfuerzo de precisión en el lenguaje del diálogo ecuménico. De no hacerse así se está ante el peligro de usar materialmente los mismos términos con acepciones distintas, y con idénticas palabras expresar ideas distintas o, cuanto menos, carentes de la requerida precisión».

Me alegro de que mi antigua preocupación coincida de alguna manera con el deseo expuesto por la Respuesta católica ante la Declaración común católico-luterana sobre la justificación. Pero a fuer de honrado, debo mostrarme pesimista pues se trata de una dificultad humanamente insalvable. Tan sólo el don de Dios podrá hacer posible lo que humanamente no lo parece. Ante tal convencimiento, no queda otra opción mejor que recurrir a la oración para, en unión con Cristo, pedir al Padre que todos seamos uno ( Cfr. Jn 17, 22-23).

NOTAS

[1] Ramón Arnau, Realidad e historia como supuestos ecuménicos, en Diálogo Ecuménico 59 (1982) 375-390.

[2] L'Osservatore Romano, 6 mayo 1982.

[3] R. Arnau, Apunte sobre fe e historia en la teología protestante alemana, en "Anales Valentinos" 7 (1978) 15-16.

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