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Un Papa gigante que creía en Dios

No extrañe el título. Me lo dio hecho un romano, a poco de la muerte del Papa Juan. Nos encontramos en un autobús. Conoció que era obispo, y me preguntó a boca jarro: ¿Qué piensa del Papa Juan? Le contesté que había sido un gran Papa. Y él, con su pizca de ironía propia de todo buen romano, me replicó:

HA SIDO UN PAPA GIGANTE, QUE CREIA EN DIOS

Seis Papas he conocido en mi vida consciente: desde Pío XI, que ocupaba la sede de Pedro cuando ingresé en el Seminario en 1928, a Juan Pablo II en cuyo pontificado me jubilé como arzobispo de Pamplona en 1993, pasando por Pío XII, en cuyos días me ordené sacerdote en 1942, por Juan XXIII, que me llamó al episcopado, por Juan Pablo I y por Pablo VI, con quien tuve estrecha relación por las difíciles encomiendas que me hizo en las diócesis de Santander y Bilbao, primero, y luego en las de Córdoba y Pamplona-Tudela.

Juan Pablo I fue como un rayo de luz en una noche oscura, como una sonrisa gratificante en momentos difíciles. No pudo hacer más en un mes. Pero hasta con él pude estar personalmente, como lo certifica una foto de nuestro encuentro, que enriquece mi despacho. Los otros cinco Papas fueron otros tantos gigantes. No creo que pueda encontrarse una serie igual en la Historia. Este o aquel Papa habrá sido igual de grande, o aún más, que cada uno de ellos. Pero su conjunto es impar. Y Juan XXIII es, en algún sentido, como la clave de todos ellos, porque todos han girado, en gran medida, en torno a la idea del Vaticano II.

Pío XI dijo en su primera encíclica, ya en 1922, que había pensado convocarlo; pero no osamos todavía, precisó. Sobraba valor a uno de los Papas más decididos de todos los tiempos. Pero tenía razón para no convocar el Concilio. Era necesaria la renovación eclesial que él mismo acuciaría en todos los planos, y muy especialmente en el de las ciencias bíblicas y teológicas. Pío XII llegó a nombrar unas comisiones preparatorias de un Concilio que culminará el Vaticano I. Pero surgió la que él mismo llamó Nueva Teología, a cuyo paso salió la encíclica Humani generis. Y no se atrevió a seguir adelante. Contribuyó mucho, sin embargo, a la preparación del Vaticano II con sus certeras reformas litúrgicas, con sus grandes encíclicas sobre temas bíblicos y eclesiales, con sus luminosos radiomensajes navideños y con su magisterio impar en que trató de proyectar luz de Evangelio sobre los más variados temas de la vida moderna.

Juan XXIII convocó a Concilio, como todos sabemos. Y Pablo VI y Juan Pablo I vienen repitiendo que todo su servicio a la Iglesia persigue y secunda los propósitos renovadores del Vaticano II, acuciando a todos en ocasioness, frenando otras veces excesivas prisas o demasías, y tratando de quiciar en el querer de Dios la honda renovación eclesial promovida por el Concilio.

UN PAPA CLAVE ENTRE LOS ULTIMOS DEL SIGLO XX

Juan XXIII dijo un día que la idea del Concilio no se le había ocurrido como fruto de largas consideraciones. Brotó -confesó humildemente- como flor de inesperada primavera. Entendió que era una inspiración del Espíritu y se dejó llevar por Él, sin estar muy seguro de a dónde quería conducirle. Pensó, primero, que el Vaticano II tenía que ser, antes que nada, un Concilio ecumenista. Entendió después que Dios quería un aggiornamento de toda la Iglesia para que pudiera proyectar luz de Evangelio sobre los problemas humanos cambiantes, a fondo, en medio del doloroso parto de un mundo nuevo, globalizado como nunca desde Babel hasta nuestros días. Dejó que la Curia romana y las Comisiones preconciliares prepararan el Vaticano II según su leal parecer. Y nos asombró a todos los Padres del Concilio elevando su voz, como un profeta, para condenar a los que llamó profetas de calamidades y apuntar el rumbo que debía seguir la Iglesia en el futuro.

Demostró luego que creía en Dios en los momentos más difíciles de la andadura conciliar en sus días. Contaré sólo una anécdota. Los Padres conciliares rechazaron un día el documento defendido por el cardenal Ottaviani, Prefecto del Santo Oficio, titulado Las fuentes de la Revelación, pero lo contradijeron sin alcanzar los dos tercios necesarios para retirar del aula un texto presentado por el Papa. Hubo que seguir debatiendo un esquema evidentemente inviable. La angustia fue grande entre los Padres. Pero el sábado de aquella semana Juan XXIII dijo en una homilía, como de pasada: El Papa ha dormido muy bien esta noche. Fue como aquel Hombres de poca fe: ¿por qué teméis?, con que Jesús alentó a los apóstoles asustados en medio de una tempestad. Y el lunes, como el Papa estaba por encima del reglamento, retiró el esquema citado del aula; y creó una comisión bicúspide, la única tal que se dió en el Concilio, presidida por los dos cardenales que habían capitaneado, si vale hablar así, las dos corrientes enfrentadas en el Concilio. De ella salió una de las mayores maravillas del Vaticano II: la jugosa Constitución dogmática Dei Verbum.

Tenía razón el romano de mi anécdota: Juan XXIII era un Papa que creía en Dios. Y creía con una fe viva, sencilla, confiada, encantadora. ¡Era un santo!

¡Con qué gusto y confianza podremos rezarle pronto: Beato Papa Juan: ruega por nosotros y por toda la Iglesia!

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