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Same-sex marriage?

¿Cómo se puede hablar de «matrimonio» de los homosexuales?

La cosa empezó en Dinamarca en 1989, a la que siguieron Noruega y Suecia en 1993, e Islandia en 1996 (si bien Finlandia se ha negado, por ahora, a imitarles). El año pasado lo ha aprobado el Parlamento holandés. Una sentencia del Tribunal Supremo de Hawai de 1996 ha obligado a reformar la Constitución de este Estado en 1998 para eliminar toda discriminación con base en la orientación sexual de la persona. Entre nosotros las asociaciones de gays y lesbianas han logrado, con apoyo casi siempre de un extremo del arco parlamentario, que se haya aprobado en Cataluña, el pasado año, una ley de parejas de hecho que otorga a las homosexuales casi idénticos efectos que a las uniones heterosexuales; y las Cortes aragonesas -esta vez con la iniciativa y apoyo del Partido Aragonés- han aprobado una ley similar, con algunas diferencias de detalle. Al margen de que no está clara la competencia de estas Comunidades Autónomas para legislar en la materia, a la vista de la reserva que el artículo 149.1, 8 de la Constitución hace en favor del Estado, es lo cierto que no pocos se preguntan si no ha llegado el momento de eliminar la heterosexualidad como nota esencial del matrimonio, o, al menos, de legalizar de algún modo estas uniones. No olvidemos, por último, que el Parlamento está estudiando, por su parte, una ley sobre parejas de hecho cuyo obstáculo principal para aprobarla parece que radica, precisamente, en las de tipo homosexual.

Del otro lado del Atlántico, nos ayuda a encontrar una respuesta el profesor Lynn D. Wardle, de la Brigham University de Utah, autor de una ponencia presentada en el IX Congreso de la International Society of Family Law, celebrado en Durban (Sudáfrica) en julio de 1997, y ahora incluido en sus actas con el título Same-sex marriage and the limits of legal pluralism.

El reciente incremento -nos dice- de las reclamaciones a favor del matrimonio de los homosexuales puede ser la lógica consecuencia de la desintegración del matrimonio como base de la familia. Me parece que el transcrito diagnóstico del profesor norteamericano resulta sumamente lúcido. En efecto, en el mundo occidental, desde hace medio siglo se han intensificado reformas del Derecho de familia que, en buena parte, están contribuyendo a debilitar el matrimonio como institución, al socavar sus cimientos (por ejemplo, mediante la generalización y facilitación del divorcio, la legalización de las uniones de hecho, etc.), y cuyo resultado está siendo la reducción importante del índice de matrimonialidad y el crecimiento -en algunos países, galopante- de las uniones de hecho.

Wardle añade algunas cifras elocuentes: La primera generación de niños nacidos bajo la ley del divorcio sin culpa alcanzan ahora la mayoría de edad. En el último cuarto de siglo, aproximadamente 25 millones de niños norteamericanos han experimentado el divorcio de sus padres. Y una de las consecuencias más comunes del divorcio es privar a los hijos de una convivencia regular con sus padres. De hecho, ocurre que muchos niños están efectivamente abandonados por ambos, o bien uno de ellos se los sustrae al otro, y así se sienten distanciados de sus progenitores. Además, el número de niños americanos nacidos fuera de matrimonio se ha quintuplicado en los últimos treinta años, y ahora representan la tercera parte de los que nacen anualmente; más de un millón han nacido en un hogar en el que falta uno de los padres. Entre 1960 y 1990, la proporción de niños que viven con un progenitor que nunca se ha casado ha crecido en más del 700 %; en adelante, más de la mitad de todos los niños americanos van a vivir parte de su minoría separados, al menos, de uno de sus padres.

Estos datos estadísticos globalizados son escalofriantes. La introducción y aplicación de las leyes de divorcio, en todos los países, se hace sin tener en cuenta el interés de los hijos. No deja de ser una declaración solemne, pero vacía de contenido, la que se contiene en el artículo 39 de nuestra Constitución al garantizar la protección integral de los hijos. Y de ello era consciente el legislador de la reforma española en 1981 cuando llevó al artículo 92 del Código civil la declaración -de buenas intenciones- de que la separación, la nulidad y el divorcio, no eximen a los padres de sus obligaciones para con los hijos; pero no se ha encontrado el modo legal de hacer cumplir puntualmente tales obligaciones. Ningún juez español deniega la separación o el divorcio a los padres, aunque sea evidente que el hijo va a sufrir daños importantes con la destrucción de su hogar; las medidas que, en el proceso, adopte el juez sólo intentarán -con la mejor voluntad por su parte- paliarlos.

Me consta que el profesor Wardle no es católico, y puedo dar fe de que la International Societe of Family Law carece de toda connotación confesional. Cuando el modelo U.S.A. ejerce hoy una fascinación irresistible entre nosotros, ¿no sería bueno reflexionar sobre los frutos de las reformas familiares que de allí nos llegan?

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