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«Urge vivir la fe con la vitalidad de los comienzos»
¿Cuáles son las prioridades de la evangelización de Europa y qué papel jugará el Sínodo para Europa en este sentido?
Antes que nada, debo aclarar que no me corresponde señalar esas prioridades, así, en general. Los trabajos del Sínodo constituyen precisamente una ocasión para reflexionar sobre la evangelización de Europa: durante esos días rezaremos, trabajaremos, nos escucharemos los unos a los otros, con apertura de espíritu y deseos de aprender. Y siempre con la confianza de que el Espíritu Santo nos mostrará el camino para iluminar Europa con la luz de Cristo. En este sentido, el Sínodo no es sólo una experiencia viva de la comunión de la Iglesia, sino también una manifestación de fe: creemos que de la comunión y de la unidad surgirán luces para la tarea apostólica de los próximos años.
Después de esta aclaración, no tengo inconveniente en comentar algunos aspectos que -en mi opinión- es bueno afrontar, movidos por el deseo de que el espíritu cristiano renueve nuestro continente, como ha hecho siempre la Iglesia. Me parece muy importante la necesidad de practicar la fe con la vitalidad de los comienzos; también atraerá nuestra atención la dimensión multicultural de la evangelización, dentro de la unidad; y considero que no faltará el estudio sobre las responsabilidades de la mujer.
Como telón de fondo situaría la obligación de presentar nuestra fe de forma genuina, con la coherencia de vida y con el entusiasmo de aquellos inmediatos discípulos de Jesucristo. Hemos de poner en primer plano a Cristo, en quien creemos, a quien seguimos, y de quien estamos llamados a hablar. Los católicos de este continente no tenemos motivos para considerarnos de vuelta, como desencantados. Pero hemos de desempolvar nuestro modo de practicar la fe, purificarlo, conectando más a fondo con la fuente, el manantial, que es el Señor Jesús. Y Jesucristo es eternamente joven, es la perenne novedad. Como consecuencia, nuestra esperanza resultará fortalecida, recuperaremos y comunicaremos siempre con más fuerza y convencimiento la alegría de sabernos cristianos, hijos de Dios.
El Santo Padre, en un discurso al CELAM, en 1983, decía que la evangelización tenía que ser nueva en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en su expresión. Pienso que podemos aplicar muy bien a Europa ese requerimiento de novedad que lleva en sí el mensaje cristiano. Y, lo repito, la novedad es Jesucristo vivo, que sigue pasando a nuestro lado y llamándonos a participar de la gran novedad que es su Vida.
También estimo como una necesidad pastoral urgente, porque se plantea en muchos de nuestros países, la relacionada con los nuevos europeos que llegan de otras regiones del mundo castigadas por el hambre, la violencia y la miseria. Europa se encuentra de nuevo ante el reto de la integración. Un desafío que tiene una dimensión social, organizativa y económica, pero también una dimensión moral. Se trata ciertamente de una cuestión compleja, de difícil solución, que reclama capacidad de apertura ante el otro, ante lo diferente, ante lo inesperado.
En estas circunstancias, los cristianos -como tantas otras veces a lo largo de la Historia- descubrimos una tarea exigente que cabría resumir en tres palabras: respetar, acoger, anunciar. Respetar -es decir, amar- a todas esas personas que van llegando a Europa por oleadas, muchas veces en condiciones materiales de extrema indigencia: su pobreza no disminuye su dignidad. Acoger, dejando que suene en nuestros oídos el eco de aquellas fórmulas que hemos de redescubrir: Dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento... Y anunciar, porque muchos de esos nuevos europeos no han oído hablar de Jesucristo, y necesitan conocerlo; y a nosotros nos obliga el gozoso deber de darlo a conocer.
Pienso que a todos los pastores nos llena de gozo la posibilidad de detenerse en una reflexión pastoral específica acerca de lo que podríamos llamar las nuevas responsabilidades de la mujer en la Europa del futuro. Por decirlo brevemente y de forma gráfica, la mujer, en el siglo que ahora acaba, ha pasado de cumplir una función de presencia limitada en la vida pública de las naciones a ocupar puestos de gran categoría: la que a ellas les corresponde también. Se trata de un proceso de transformación muy profundo, que no ha terminado todavía. El cambio está resultando a veces complicado y doloroso, con luces y sombras. El hecho es que el ámbito de influencia de la mujer presenta nuevas incidencias bien positivas, y sus responsabilidades están reclamando esa reflexión madura que todos deseamos. En este contexto, la Iglesia tiene mucho que decir sobre la dignidad de la mujer y la grandeza de su misión en la sociedad, sobre la importancia de la paternidad y la maternidad, sobre el papel de la familia, etc. Y con la expresión la Iglesia tiene mucho que decir, quiero referirme en particular a las mujeres católicas europeas: me atrevería a afirmar que de su talento y santidad depende en gran parte el futuro de todos.
¿Cómo percibe la situación de la Iglesia en España?
Vaya por delante que llevo ya 50 años fuera de España. De todos modos, me llegan abundantes noticias, tengo ocasión de conversar con muchos obispos españoles, sobre todo cuando vienen a Roma, y con frecuencia encuentro a personas o grupos de españoles.
Le diría que percibo especialmente entre los jóvenes- un clima de optimismo y un deseo de participar en la tarea apostólica propia de la Iglesia. Quizá se debe a que resido en Roma, pero he notado que gran parte de esos españoles vibran sinceramente con la dimensión universal de la Iglesia, con los retos de la evangelización en África, en Asia, en países donde no se conoce a Jesucristo. No es, por supuesto, algo nuevo ni exclusivo de España: lo he notado también en otros países. Llego a la conclusión de que el Espíritu Santo está muy activo, mucho más de lo que propagan los datos de algunas estadísticas.
¿Cuál es la situación actual de la labor apostólica del Opus Dei, en el mundo, en Europa y en España?
Su pregunta me recuerda unas palabras que el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer usaba para referirse a los primeros pasos del Opus Dei: solía hablar de aquel no parar de los primeros tiempos. Con la gracia de Dios, no se para. Han pasado ya 70 años y cada fiel de la Prelatura se siente tan urgido como durante las semanas que siguieron a los comienzos: surgen nuevas iniciativas aquí y allá, se empieza en nuevas naciones, aunque no se puede ir a todos los sitios desde donde los obispos llaman. La labor del Opus Dei se va desarrollando, y crecer supone, en cierto modo, volver a nacer. Por ejemplo, el día 12 de septiembre he ordenado al primer sacerdote de Costa de Marfil y al primero de Trinidad Tobago incardinados en la Prelatura. Como comprenderá, ha sido para mí motivo de particular alegría y una estupenda sensación de un nuevo comienzo.
En Europa, la realidad del Opus Dei está ya asentada desde hace muchos años, salvo en los países del Este. Más de la mitad de los fieles de la Prelatura están en Europa. En España nació el Opus Dei y el crecimiento ha sido grande, gracias a Dios. Pero tengo la convicción de que también en España -como en las demás naciones- estamos comenzando: hay tánto por hacer.
Le confieso que cuando hago balance sobre la marcha de la labor apostólica de la Prelatura, empleo otros instrumentos de medida: la Prelatura va bien cuando cada uno de sus fieles reza, trabaja y sirve a los demás en el lugar donde está, con deseos de ser buen hijo de la Iglesia, de sembrar la paz y de la alegría de Cristo en su familia y entre sus colegas y amigos. Son magnitudes difíciles de medir, pero son las que verdaderamente importan.
¿Qué criterios recomendaría para la actuación pública de los cristianos?
Sigo como norma, aprendida del Beato Josemaría, abstenerme de dar consejos en estas materias, fuera de recordar las exigencias éticas y de obrar en coherencia y bajo la inspiración de nuestra fe cristiana. No se puede ocultar la luz debajo de la cama, por temor a chocar con el ambiente descristianizado o con lo que algunos quisieran imponer como políticamente correcto aunque carezca de la verdadera ética, o por conservar intereses personales egoístas.
Por lo demás, los cristianos hemos de compartir con todos los ciudadanos de buena voluntad el deseo de servir al bien común de la sociedad.
El pasado día 17, Juan Pablo II recibió a los obispos lituanos que se encontraban en Roma para la visita ad limina. Entre otras cosas, les recordó que los laicos no pueden ser, en la Iglesia, sujetos pasivos. Esas palabras pueden servirnos para recordar un criterio básico para la actuación pública de los cristianos. Y es que el cristiano no puede ser sujeto pasivo en la vida pública de su país y del mundo: los cristianos somos ciudadanos de la sociedad en la que vivimos, y nos sentimos tan responsables como los demás -es decir, protagonistas, con los otros ciudadanos- de la vida política, cultural, económica, de la opinión pública, de todo lo que configura, transforma y hace progresar una comunidad humana.
El cristiano coherente no se inhibe, no se limita a lamentarse. Y, sobre todo, no considera que la plenitud de su vocación cristiana se realiza sólo en el ámbito individual, privado; es sensible ante los problemas, busca soluciones, procura ser generoso, se compromete. Cada uno, insisto, da paso a la fe en todo cuanto hace, con la libertad propia del hijo de Dios. El Beato Josemaría dice en Surco que si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... Una revolución de justicia, de caridad, de paz.
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