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Un cura delincuente

En el capítulo 25 del Evangelio de San Mateo, se nos narra cómo el Hijo del hombre separa a las ovejas de los cabritos en el día del juicio final. A las ovejas las coloca a su diestra y les dice: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregrino fui y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a verme». Los justos no salen de su asombro; no recuerdan cuándo emplearon tanta misericordia con su Dios. Y Él les responde: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis pequeñuelos, a mi me lo hicisteis». En estas pocas líneas se condensa el legado más hermoso del cristianismo: Dios anida en el rostro de cada una de sus criaturas afligidas; y el amor, la adhesión con esas criaturas sufrientes se erige en la única justificación de nuestro paso por la tierra. Más allá de consideraciones políticas más o menos acertadas, lo que me perturba de la carta pastoral de los obispos vascos es que parece redactada por cabritos; no relumbra en ella el rescoldo de ese amor que se ensimisma en el sufrimiento de cada criatura. Los obispos vascos se encaraman en una atalaya de abstracciones y nos proponen una mirada panorámica. Pero la mirada cristiana no puede ser nunca panorámica ni abstracta; tiene que descender de esa atalaya de imparcialidad donde se refugia el frío análisis y asomarse al dolor de cada pequeñuelo, de cada víctima, fundirse con ese dolor y redimirse a través de la compasión.

Mientras se discute con gran escándalo y aspaviento el contenido de ese documento episcopal, leo una gacetilla que ha pasado casi inadvertida. En ella se nos refiere la peripecia de un sacerdote, cuya identidad no ha sido revelada, que acaba de ser condenado a una pena de seis meses de prisión por ocultar en el maletero de su automóvil a un inmigrante sin permiso de residencia, al que pretendía embarcar en el ferry que une Ceuta con Algeciras. Al instante, he recordado aquel pasaje de Los miserables en el que Jean Valjean, que acaba de cumplir una condena injusta, es acogido por el obispo de Digne. En pago de tanta hospitalidad, el hosco Valjean hurta a su anfitrión una cubertería de plata y se da a la fuga. La policía no tardará en prenderlo; aherrojado y mohíno, Valjean tendrá que soportar un careo con el hombre cuya confianza ha defraudado. Entonces el obispo de Digne, en lugar de ratificar las sospechas de la policía, encubre el delito de Valjean, asegurando que la cubertería de plata es un regalo que él mismo hizo a su huésped; e incluso lo reprende por no haber querido llevarse también unos candelabros, que de inmediato introducirá en su faltriquera. Quizá encubrir a un delincuente merezca la reprobación de la justicia; pero, al obrar ilícitamente, el obispo de Digne redime a un hombre. Enaltecido por ese gesto, Jean Valjean convertirá a partir de ese momento su vida en una incesante epopeya de abnegación.

La justicia de los hombres ha castigado a ese cura que ocultó en el maletero de su coche a un inmigrante ilegal. Pero la justicia divina, que mira a los ojos de cada hombre para descifrar en su brillo los dialectos del sufrimiento, aplaude su delito. Como el obispo de Digne en la novela de Víctor Hugo, y a diferencia de los obispos vascos, ese cura ha entendido que Dios anida en el rostro de sus criaturas más afligidas.

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