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Gusanos

«Iba a pescar con mi hermano, que era dos años mayor que yo. Pero no podía aguantarlo. Mi hermano ponía los gusanos en el anzuelo; yo pensaba que era algo mezquino para los gusanos y para los peces. En mi interior emergía un sentimiento de justicia; esas cosas no tendrían que pasar en un país civilizado». No se crean que este pasaje autobiográfico lo firma San Francisco de Asís; su autor, Volkert van der Graaf, asesinó sin vacilación al líder político Fortuyn, cuya vida debió parecerle mucho menos valiosa que la de los gusanos. Junto a sus amores vermiformes, Van der Graaf deja constancia de su vegetarianismo estricto («¿Son correctos los huevos, la leche, el cuero?» se pregunta atribuladamente la criaturita de Dios) y defiende el derecho de los animales a no ser utilizados como cobayas en los laboratorios. La policía inquiere, ante el hermetismo de Van der Graaf, las razones que lo impulsaron a perpetrar su crimen impávido; mucho más sencillo sería analizar la sinrazón de fondo que exaltaba sus días, ese ecologismo aciago que lo fanatizaba hasta extremos de delirio.

No pensemos que esta intransigente zoolatría de Van der Graaf constituye una militancia ajena a sus pulsiones homicidas. Existe un ecologismo intransigente que no nace como corolario natural del respeto a todas las formas de vida que la naturaleza alberga, sino como una perversión del sentimiento que se aísla en sí misma, perdiendo conciencia de lo demás. He conocido a muy vehementes ecologistas para quienes el sacrificio de un ratón constituye un acontecimiento más luctuoso que un holocausto terrorista. Hace algún tiempo, escribí un artículo en el que rememoraba la ancestral ceremonia de matanza del marrano, y fui injuriado por un pedrisco de cartas energúmenas en las que se me acusaba de «asesino» y no sé cuántas lindezas más. En una de aquellas cartas (escritas casi siempre en comandita, porque los ecologistas aciagos ejercen el derecho de asociación hasta para ir a cagar) se leía la siguiente perla, que sin duda habría suscrito Van der Graaf: «Queremos recordarle que en nombre de la tradición (maldita palabra) se han cometido en este planeta las mayores atrocidades, algunas afortunadamente desaparecidas, a pesar de la resistencia de individuos similares a usted, como la ablación del clítoris, el derecho de pernada feudal, la esclavitud, los sacrificios humanos... ¿Hace falta decir algo más?».

Ciertamente no. A los ecologistas aciagos los retratan sus palabras, antes incluso que sus actos. Cuando alguien incurre en la abyección de incluir en la misma categoría la tradición de la matanza del marrano y los sacrificios humanos es porque ya merodea esos territorios de degeneración moral por los que transitaba Van der Graaf. Podemos consolarnos pensando que este paladín de los gusanos constituye una aberración del ecologismo; pero existen muchos orates que se refugian en el ecologismo para disfrazar una perversión del sentimiento. Del mismo modo que el fetichista sustituye a la mujer por su representación cosificada, para soslayar la angustia que le produce enfrentarse al coño, existe un ecologismo aciago que se atrinchera en la defensa de los gusanos, o de los ratones, o de las ballenas para disimular su incapacidad para amar al prójimo. Pero quizá este ecologismo que invierte el orden natural (la vida humana relegada a un arrabal subalterno, frente a la intangible vida animal) no sea sino la manifestación esperpéntica de una mucho más vasta enfermedad social: cuando el marasmo espiritual en el que naufragamos nos impide pronunciarnos sobre asuntos que atañen a la dignidad del hombre, acabamos construyendo vagas entelequias que defienden la dignidad de los gusanos.

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