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¿Quién teme a la Reina Isabel?

La cátedra Sánchez-Albornoz de Buenos Aires relanzaba hace unas semanas la iniciativa de la canonización de Isabel la Católica. Ya ha comenzado la polémica. Es lógico: hay católicos que están en contra. Lo que no es tan lógico es que los no creyentes tomen partido como si les fuese algo en ello o como si la subida de la Reina a los altares afectase a las relaciones Iglesia/sociedad.

Es una actitud muy propia de los españoles agnósticos esto de entrar en los debates interiores de la Iglesia y hacerlo con tal autoridad y tal fogosidad como si nunca hubieran abandonado la casa del padre. Por supuesto no me refiero a quien juzga el hecho con la imparcialidad del espectador, sino a esa forma personal de asumir los principios y los valores de la Iglesia como si se sintieran como propios.

Me resulta conmovedora la pasión de muchos agnósticos cuando denuncian las contradicciones internas de la Iglesia. Acaso siguen perteneciendo al cuerpo místico sin querer confesarlo.

Pero al margen de esta cuestión de la «legitimidad» para sentirse concernido por una canonización, ya sea la de Isabel la Católica o la de Escrivá de Balaguer, en el caso de la Reina de Castilla podemos imaginar ya la desautorización de su personalidad humana, se le va a presentar como el paradigma del integrismo, del racismo, un precedente hitleriano. Y esto es lo que más me interesa: por qué razones no se va a tratar a la Reina Isabel a partir de los valores culturales de su tiempo, como se hace con todas las figuras históricas. Se le descontextualiza para condenarla. Y se le condena porque a través del ajuste de cuentas con ella se pretende condenar su legado, el Estado. Cierto que esa obra la compartió con Fernando de Aragón y que incluso éste fue, según algunos historiadores, el cerebro de la unidad étnica, religiosa e institucional. Eso fue lo que lleva a Maquiavelo a convertirle en paradigma de Príncipes. Habrá que pensar que la razón de los odios está en su condición castellana. De nada sirven tampoco las contribuciones de historiadores sobre el lado humano de la Reina. Cuenta Joseph Pérez que con motivo de una visita de la Reina al cerco de Granada dejaron de pelear de mutuo acuerdo moros y cristianos. Tal era el respeto a la Reina entre los árabes. Según él, la perversión de los mecanismos institucionales perjudiciales para los musulmanes se dio precisamente después de su muerte.

En el libro de Jacques Attali, «Les juifs, le monde et l´argent», que acaba de aparecer en las librerías francesas, el autor nos recuerda que, siendo cierto que la Reina estaba obsesionada por la conversión de los judíos, España era junto a algunas ciudades alemanas e italianas «uno de los últimos lugares de la Europa Occidental en los que se toleraba a los judíos». Pero lo de menos es la verdad histórica cuando cuentan los intereses del presente. En ese caso los episodios del pasado (expulsión de judíos y moriscos) se convierten en presente activo. Nadie juzga como antifeminista a Shakespeare, a Cervantes o a Goethe, ni siquiera alguien pone en cuestión a Juana de Arco. Si acaso se contextualiza a todos. Pero la Reina Isabel tiene el privilegio de tener detractores como si fuera un personaje contemporáneo. Es una prueba de la vigencia de su obra. El hecho de que haya gentes que necesiten hacerle un ajuste de cuentas demuestra hasta qué punto su biografía marcó nuestra historia. Y la del Nuevo Mundo. ¿Imperialismo, evangelización, genocidio? Los que consideran condenable este proceso cuando se trata de España lo alaban en el caso del Imperio inglés.

Pero volviendo a la canonización, la Iglesia sabrá por qué lo hace. Si lo hace. Es su facultad. Ella administra la política de ejemplaridad católica.

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