conoZe.com » Baúl de autor » Francisco Rodríguez Barragán » Francisco Rodríguez Barragán - 2008

Mercado del sexo

He dejado de comprar los diarios al comprobar que cada vez dedican más espacio a la sección de contactos en los anuncios por palabras. Se hace publicidad de la prostitución y de toda clase de aberraciones, con reclamos sugerentes. Llevar a la casa tales porquerías me parece inadecuado.

Comprendo que la prensa vive de la publicidad más que del precio que pagan los lectores en los kioscos, pero eso no justifica que todo valga. La incitación a la prostitución que se hace desde sus páginas contradice en bastantes casos los valores que proclaman defender.

La prostitución degrada a quien la ejerce y a quien la busca para satisfacer sus apetencias sexuales a cambio de dinero. No se trata del ejercicio de la libertad pues buena parte de las prostitutas se dedican a este indigno comercio de su cuerpo obligadas por mafias de toda calaña. Otras prostitutas y prostitutos se dedican a este mercado por resultarles más rentable que dedicarse a un trabajo honesto. Naturalmente existe la oferta de placeres y aberraciones porque hay demanda, que curiosamente nadie critica ni condena.

A mí me parece bien la libertad de mercado, pero estoy en contra de la compraventa de estas mercancías, como estoy en contra del mercado de esclavos, del mercado de la droga o del que ofrece matones, sicarios o chicas de alterne por mucha demanda que exista de estos «servicios».

Mucho hablar de los derechos humanos, pero una gran cantidad de personas se rebajan a ser meras cosas y pocas instituciones tratan de devolverles su dignidad. Al contrario, hay quienes quisieran convertir este asqueroso mercado en una actividad legal, sujeta a impuestos y cotizante a la seguridad social.

El feminismo militante tampoco parece preocuparse de la indigna situación de las mujeres que comercian con su cuerpo, muy ocupadas en su encarnizada guerra contra los hombres o en la defensa de la «salud sexual y reproductiva de la mujer», eufemismo que se traduce en facilitarles anticonceptivos para que se dediquen con más entusiasmo a la lujuria y si algo falla, el aborto.

La intervención del Estado que el gobierno considera necesaria en la economía también podría practicarse en este campo de la prostitución, empezando por una educación seria que promoviera el respeto y el dominio de sí mismo, en lugar de incitar a la actividad sexual de los adolescentes repartiendo condones en los colegios. También podría intervenir para perseguir a mafiosos y proxenetas y sus tugurios, ofrecer ayuda a las personas que quieran salir de su situación y sobre todo actuar contra la demanda de estos «servicios». Algún país europeo ya ha comenzado a actuar en este sentido.

Es posible que haya quien considere que tratar de erradicar la prostitución va contra la libertad. Por la misma razón perseguir la violencia, el robo o el asesinato sería ir contra la libertad de agredirnos unos a otros, de quitarle a los demás lo que podamos o asesinar a nuestros enemigos.

La intervención del Estado sólo se justifica si trata de promover el bien común. El problema es que este gobierno quiere determinar, en función de mayorías parlamentarias, lo que sea el bien o el mal. Así el asesinato de los niños en gestación se considera algo bueno sobre lo que hay que legislar, para que las mujeres que abortan y los mata-niños que las asisten gocen de «seguridad jurídica», según dijo la señora Vicepresidenta.

Quizás con la prostitución pase lo mismo. El gobierno puede incluir entre los nuevos derechos emergentes el de dedicarse a la prostitución o el gozar sin limitación de los servicios de estas personas de acuerdo con sus preferencias sexuales es decir de todas las aberraciones y fantasías que se ofrezcan en el mercado del sexo.

Quienes quieran hacer algo en este problema pueden empezar por hacerle saber al editor del diario que leen habitualmente su desagrado por el contenido de la sección de contactos y mantenerse en guardia contra las medidas que en lugar de buscar el bien común lo dificultan, rechazando que los parlamentarios puedan en nombre de sus electores arrogarse el derecho de decidir sobre el bien y el mal, la verdad y la mentira e incluso sobre el arte moderno y su belleza, como en la célebre cúpula de la que tanto se habla.

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