conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Segunda época.- La Iglesia en el Imperio Romano «Cristiano» Desde Constantino a la Caida del Imperio Romano de Occidente

§21.- Constantino, Primer Emperador Cristiano

Observación preliminar. La historia no debe ocuparse primariamente del mérito o demérito personal de los que en ella intervienen, sino de su actuación histórica. Pero en la historia de la Iglesia esto no tiene plena validez; el cristianismo asienta categorías absolutas conforme a las que se ha de juzgar toda la acción de sus adictos, independientemente del éxito constatable. Así, en la historia de la Iglesia es importante, y hasta necesario, preguntarse por la fe y la moralidad individual de una persona; aunque siempre se ha de distinguir esto de su función histórica. Sólo de esta manera se puede llegar a un exacto conocimiento de los hechos y a una interpretación del sentido de la historia, aunque sea a través de eventuales contradicciones, cuando, por ejemplo, una personalidad ético-religiosa no es del todo consecuente, bien sea en sí misma, bien sea en el ejercicio de su poder histórico.

En Constantino se evidencia sobremanera la gran utilidad de este criterio metódico. Es poco menos que imposible determinar exacta y definitivamente el grado de pureza de su cristianismo. Pero esto no empece nada para afirmar sin ningún género de duda que su figura fue de vital importancia para la historia de la Iglesia, para la expansión del cristianismo y para su estructuración interna.

1. Constantino el Grande nació en el año 280; era hijo de Constancio Cloro, que fue César de Diocleciano y luego Augusto de Occidente. Su madre, Elena, venerada más tarde como santa, era de origen humilde, pero una mujer eminente. Influyó sobremanera en la política religiosa de su hijo. Fue soberano absoluto desde el año 325 hasta su muerte, en el 337.

2. La victoria de Constantino en el Puente Milvio en el año 312 (§12) fue atribuida tanto por los paganos como por los cristianos a una especial ayuda del cielo. Posteriormente, el mismo Constantino aseguró bajo juramento a Eusebio de Cesarea (el historiador de la Iglesia) que antes de la batalla había visto sobre el sol, ya en su ocaso, una cruz con la inscripción: «Con este (signo) vencerás». Constantino, en efecto, mandó grabar la cruz en los escudos de los soldados. Parece ser que también hizo engalanar su propia bandera con el monograma de Cristo. El vencedor mandó erigir en el Foro de Roma su propia estatua con la cruz.

El relato de Constantino se ha de reconocer como auténtico. Pero se discute la historicidad de los hechos, principalmente por la contraposición de las fuentes (Eusebio no lo menciona en su historia de la Iglesia; en cambio, sí lo hace en su biografía de Constantino, bastante posterior). En tiempos recientes tal historicidad vuelve a ser defendida con insistencia. Para enjuiciarla hay que tener presente: 1) el culto al sol practicado antes por Constantino; 2) el relato de Constantino aparece en una época posterior, cuando, desde el punto de vista de la Iglesia, ya se sentían intensamente los magníficos efectos de la victoria de Constantino, cosa que en el año 313 y siguientes no era tan clara. Entonces Constantino aún tenía que afirmar y ampliar su posición. Sólo la derrota de su cuñado Licinio, que nuevamente había molestado a los cristianos (Constantino lo mandó matar en el año 325), le dio la total soberanía, libre ya de peligros. Desde este momento intervino decididamente a favor del cristianismo.

3. La victoria del año 312 no hizo todavía de Constantino un cristiano. No obstante, el historiador debe aquí hacer un alto: está sucediendo algo de incalculable importancia para la ulterior historia de la humanidad.

a) En lo que respecta a la persona de Constantino puede decirse que con la victoria del Puente Milvio se realizó en él (o por lo menos se inició) un cambio, para el que ya estaba interiormente preparado: en la casa paterna ya se tenía simpatía por el cristianismo; su padre no persiguió a los cristianos; y, como éste, Constantino antes de su conversión, como hemos dicho, adoraba al «invicto dios-sol» (Sol invictus), una forma de monoteísmo.

Por otra parte, Constantino permitió que continuase el culto a los dioses estatales, siguió siendo él Pontifex Maximus y consintió ser representado como el dios-sol, Helios. De hecho, su comportamiento y su lenguaje fueron a veces de doble sentido, equívocos, hasta el punto de que también los paganos podían reclamarlo como uno de los suyos.

No obstante, no sería legítimo dejar rotundamente a un lado, a la ligera, las insistentes afirmaciones de Eusebio en su biografía de Constantino sobre la fe cristiana de su héroe (a quien glorifica sin reparos). En la noticia de que él había leído la Biblia no hay nada de increíble. ¿Llegó a predicar realmente? ¿O Eusebio se refiere únicamente a sus alocuciones, profundamente religiosas, ante la asamblea de los obispos del Concilio de Nicea?

Debemos asimismo admitir en justicia que tampoco era posible una ruptura total con todo el pasado pagano, vigente durante la formación del imperio, y lo mismo con el culto al emperador. Para eso estaba la estructura e historia del imperio excesivamente arraigada en el politeísmo, y el poder imperial demasiado ligado a su exaltación sobrehumana.

Pero sucedió algo muy significativo; se llevó a cabo una interpretación cristiana del culto al emperador, dándose diversas explicaciones, que fundamentaron e incluso configuraron la imagen del emperador-sacerdote: Constantino como nuevo Moisés, como obispo, vicario de Cristo, santo, igual a los apóstoles.

b) A esto se añade, además, que Constantino hizo por la Iglesia cosas verdaderamente importantes. Hacer, por ejemplo, que el cristianismo se convirtiera en la fuerza inspiradora de toda la vida del imperio lo delataba como un político de visión amplia y realista. Había vivido muchos años en Asia Menor, el país más cristiano del mundo. Conocía la fuerza interior de la Iglesia y en el cristianismo descubrió la gran potencia constructora del futuro. Conocía también la fatal descomposición interna del Estado. El Estado era de estructura pagana y por eso mismo estaba en contradicción con las fuerzas más progresivas de la época, es decir, con el cristianismo, al que en parte ya se había adherido lo mejor de la intelectualidad del imperio. Constantino se puso del lado del futuro. Para nosotros es evidente que ese futuro no podía consistir en una restauración de las formas del viejo imperio, pero Constantino todavía abrigaba esa esperanza.

c) La decisión se le hizo más fácil a Constantino gracias a la oposición política de sus colegas imperiales, que combatían por el paganismo (hasta el año 323 se da en Oriente todo tipo de opresión contra los cristianos, incluso la persecución abierta). Desde el momento en que Constantino llega a ser el soberano absoluto, deja de haber inscripciones paganas en las monedas, llegándose a tomar medidas drásticas contra el paganismo, no obstante la tolerancia religiosa de que gozaba. Y en el año 324 Constantino expresa el deseo de que todos sus súbditos renuncien a la incredulidad pagana y acepten la fe en el Dios verdadero.

4. Con el llamado Edicto de Milán del año 313, cada uno gozó de la libertad de elegir la religión que quisiera. La Iglesia quedó libre; hubo que restituirle todo lo que le había sido arrebatado en la persecución de Diocleciano. El clero fue dotado de privilegios (como los que desde antiguo poseían los sacerdotes paganos), a los obispos les fueron otorgados los mismos derechos y honores que correspondían a los senadores, la Iglesia fue reconocida como persona jurídica (capaz de aceptar legados). De esta manera el Estado, prácticamente, admitió junto a sí (sin calcular el enorme alcance de esta medida) una sociedad universal; éste fue de hecho el primer reconocimiento estatal, inaudito en toda la Antigüedad, de la división de la vida humana en dos esferas autónomas (política y religión, Estado e Iglesia), tal como Jesús lo había expresado: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21; véase más adelante). Por su trascendencia, entonces aún imprevisible, y sus. repercusiones históricas, el Decreto de Milán es el edicto de la libertad de conciencia.

Esto no significa que la libertad de conciencia estuviera realmente garantizada (cf. el trato dado a los paganos y herejes) ni que la Iglesia obtuviera entonces la plena independencia del Estado. De acuerdo con la inveterada tradición aún vigente, ambas estructuras siguieron estrechamente vinculadas entre sí; sólo al cabo de un largo proceso evolutivo pudo adquirirse la conciencia de la independencia de la Iglesia del poder imperial, que todo lo dominaba. Delimitar el ámbito de uno y otro poder habría de constituir una de las grandes tareas de la historia ulterior, no sólo hasta el término de la lucha de las investiduras, sino, bajo otras formas y por diversos motivos, hasta el día de hoy. En aquel tiempo fue ante todo la fe en el Dios operante a través del emperador la que por medio de Constantino obtuvo una impronta cristiana. De este modo quedó asentado el dogma político del emperador como señor de la Iglesia, que también está presente en la evolución del Imperio bizantino. Y así surgió la primera forma de eclesialismo estatal, que luego, con Justiniano, desembocó en un acusado cesaropapismo.

Constantino no persiguió al paganismo. Es cierto que el culto pagano fue prohibido en parte (por inmoral), pero sin perjuicio de la tolerancia religiosa. Constantino trató ante todo de impedir que el pueblo fuese explotado por medio de la superstición pagana. Cuando tuvo lugar la destrucción de los lugares del culto pagano se trató más bien de una deplorable reacción del pueblo cristiano, hasta entonces oprimido.

5. Como la vida de los cristianos ya no se veía amenazada por ningún peligro, la imagen exterior de la vida pública cambió rápidamente. La transformación fue enorme; parecían cumplidas las más atrevidas esperanzas. Pero aún habría de probarse de mil maneras que el paganismo todavía no estaba muerto.

a) Los más importantes puestos del Estado, de los cuales dependía absolutamente la organización de la vida pública, están ahora ocupados por los cristianos. El domingo, perenne recuerdo de la gloriosa resurrección del Señor, se celebra con todos los honores (legalmente es día de descanso a partir del año 321); el signo de la redención hace su entrada en la vida pública. En el año 315 queda abolida la crucifixión, en el 325 quedan prohibidas las luchas de gladiadores como forma de castigo. También, en otro sentido, se hace más humano el derecho de disposición y de castigo sobre esclavos y niños. Toda una serie de leyes trata de proteger la vida familiar y la moralidad pública. En el año 319 se prohiben los sacrificios paganos privados. En las monedas aparecen emblemas cristianos. No obstante, Constantino aún prohibió que se molestase a los ciudadanos paganos por causa de sus creencias.

La vida religiosa interna de los cristianos se expande hacia fuera vigorosamente: las iglesias se multiplican (§ 31), los templos paganos son desatendidos, el culto cristiano se vuelve más rico (sirviendo de modelo las fastuosas ceremonias de la corte imperial). Constantino manda construir una iglesia en Constantinopla (en cuyo lugar Justiniano erigirá más tarde la «Hagia Sophia», santa Sofía) y la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén, la basílica del Redentor en Roma, la magnífica rotonda, hoy santa Constanza, como mausoleo para sus hijas[5] y, sobre todo, con los materiales del circo de Nerón y en su mismo emplazamiento, la antigua basílica de San Pedro, que se mantuvo en pie durante toda la Edad Media hasta el principio del siglo XVI.

Todo eso significaba mucho más que un acto de munificencia y mecenazgo; era una manifestación de fe cristiana ante el mundo entero; era la glorificación de los mártires sacrificados por el Estado romano, el reconocimiento de la victoria del primer obispo de Roma sobre el Estado perseguidor de parte, precisamente, de ese mismo Estado romano.

Constantino regaló al papa romano el palacio de Letrán; de esta manera el obispo de Roma alcanzó un puesto destacado en el orden social y terreno, que fue asimismo importante para su prestigio eclesiástico.

b) Sin embargo, el principal mérito de esta cristianización de la vida no corresponde sólo a los emperadores. Se debe atribuir ante todo a la fuerza interna de la nueva religión. Con todo, hasta una cristianización relativamente completa todavía había mucho camino por andar; los cristianos no dejaban de ser una minoría en el imperio, y al paganismo, no obstante su lenta descomposición interna, no le faltaba fuerza para resistir tenazmente y hasta para reconquistar -momentáneamente- el terreno perdido (§ 22).

Aparte de esto, la afluencia de grandes masas a la Iglesia cristiana no dejó de tener naturalmente consecuencias negativas; ahora ser cristiano ya no representaba un peligro, sino una ventaja. Con lo cual el nivel religioso y moral descendió. Más amenazadora aún fue la aceptación, poco menos que inevitable, de ciertos usos y costumbres populares paganos, que si bien fueron «bautizados» por la Iglesia, no pudieron conjurar el latente peligro de la supervivencia de los elementos paganos primitivos (siguieron existiendo, por ejemplo, las fiestas paganas, aunque con signo cristiano).

c) Poco menos que imposible de valorar en toda su amplitud es el hecho de que la Iglesia, con y por Constantino, comienza a conformarse y adaptarse al modelo del imperio. En lo positivo y en lo negativo. Que la Iglesia estuviera dominada en gran parte por el Estado habría de ser fuente de muchos inconvenientes y deficiencias. Y como este dominio se desarrolló y se ejerció en forma de cesaropapismo, surgió el peligro de que todo lo que dentro o fuera del imperio apareciese como más o menos hostil a él hubiera de ser considerado a la vez como contrario a la Iglesia imperial, porque se sospechaba que podría ser instrumento de intereses políticos.

Y aún más peligrosa fue la infiltración de la política en la misma Iglesia. En el Oriente esta situación se creó no sólo en contra de la antigua Roma, sino también en contra de Alejandría. Y, en el Occidente, la renacida Iglesia imperial del Medievo, en parte secundando y en parte combatiendo al imperio occidental, hubo de desarrollar a la par que padecer este pensamiento político-eclesiástico en sus formas particulares de fuerza política y económica.

6. Constantino es llamado con razón el Grande, pero no fue un santo, aun cuando la Iglesia griega lo venere como tal el mismo día que a su madre, santa Elena. Sus crueldades y los homicidios de sus parientes más próximos no admiten paliativos de ninguna clase. El miedo a sus competidores por el trono le dominó de forma desenfrenada, pagana, y mandó eliminar a todos los que podían reivindicar cualquier derecho de sucesión al trono. Que no se hiciera bautizar hasta poco antes de su muerte (lo mismo que su hijo Constancio, muerto en el año 361) puede explicarse en parte por la lamentable costumbre de entonces. Más grave es el hecho de que más de una vez hiciera causa común con los arrianos[6] y los donatistas contra la libertad de la Iglesia[7] y acariciase la idea de fundir todas las religiones en una.

7. Uno de los actos de mayores consecuencias de Constantino fue la erección de una capital en Oriente; engrandeciendo y embelleciendo Bizancio creó Constantinopla (ciudad de Constantino). Bizancio no había tenido hasta entonces ninguna importancia política ni cultural. Y lo mismo puede decirse de su posición en la Iglesia: no había sido ninguna fundación apostólica, no tuvo obispo hasta el año 315 y éste era sufragáneo de Heraclea. Con la ampliación y elevación de Bizancio, la acción de Diocleciano, que había trasladado su residencia al Oriente, quedó definitivamente ratificada.

Es interesante hacer notar que, en cierto sentido, se tuvieron en cuenta las circunstancias culturales efectivas. Pues en el helenismo primitivo los súbditos superaban al vencedor. El potencial espiritual del Oriente era enorme, y eso explica la fuerza de atracción que ejerció sobre Roma y el Occidente entero hasta el siglo VIII.

La fundación de Constantinopla significó: a) la creación de una ciudad cristiana en la que desde un principio no hubo sacrificios paganos, mientras que en Roma continuaba el culto idolátrico; b) la liberación de Roma y del papado de la cercanía de los emperadores, tan peligrosa para la libertad de la Iglesia; pero también c) que la sede episcopal de la nueva residencia dependiera completamente del emperador y, finalmente, d) que se creara un centro eclesiástico en Oriente que naturalmente habría de convertirse en rival de Roma, acelerando y ahondando así el alejamiento de la Iglesia oriental y occidental y preparando, en consecuencia, la separación posterior.

Ya en el segundo concilio ecuménico, precisamente en Constantino-pla (381), se hicieron notar las repercusiones de la exaltación política en la postura eclesiástica: aquella sede episcopal, tan joven aún, obtiene la primacía de honor después de Roma, porque «esta ciudad es la nueva Roma». Así, crasamente, las categorías mentales políticas son trasplantadas al ámbito eclesiástico y utilizadas para la constitución de la Iglesia.

8. Esto es tanto como decir que en Oriente se implantó el cesaropapismo. Entre tanto, los papas romanos, que hasta la alianza de Esteban II con Pipino (752-753) habían sido súbditos políticos del emperador romano de Oriente, se convirtieron en paladines de la libertad de la Iglesia; casi ininterrumpidamente se opusieron a las presiones imperiales, a menudo en medio de gravísimos apuros económicos y políticos. Al mismo tiempo se convirtieron en guardianes de la ortodoxia de la fe proclamada por los concilios ecuménicos de Oriente. Esta afirmación es exacta, aunque desde luego no silenciaremos las excepciones que se deben mencionar (Honorio, § 27).

Es indiscutible que muchas veces al clero oriental le faltó el necesario sentido de la independencia. Mas no se debe olvidar, a la hora de enjuiciarlo, que el obispo y (desde el año 381) patriarca de Constantinopla era totalmente dependiente del emperador. La sede episcopal era creación del emperador y el obispo un «advenedizo», mientras que Roma tenía su propia tradición apostólica secular. No obstante, figuras como Atanasio y Crisóstomo (§ 26) ponen de manifiesto también en Oriente la fuerza de la libertad eclesiástico-cristiana. E igualmente en Occidente un hombre como Ambrosio está (ante el emperador Teodosio) animado del mismo espíritu.

Notas

[5] Santa Constanza es una construcción aneja a la basílica de santa Inés (= deseo de ser enterrado junto a la tumba de los mártires).

[6] Fue siempre amigo de aquel Eusebio de Nicomedia (que lo bautizó), aunque éste había sido excomulgado por el Concilio de Nicea. Constantino fue también el que confinó a Atanasio en Tréveris en el año 335, como también a Osio, el anciano obispo de Córdoba.

[7] La controversia sobre la doctrina de Arrio, para resolver la cual él tanto se había esforzado en Nicea, la consideraba una charlatanería inútil.

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